jueves, 26 de abril de 2018

En honor a los periodistas y comunicadores


“Nací de noche pero no anoche”, dice un popular refrán. Por supuesto que hace mucho tiempo que me di cuenta que los medios de información colectiva, en general, son empresas comerciales que responden a una cierta visión de sus propietarios, sobre todo de los asuntos políticos. Otra posibilidad, es que la vida sea recreada por órganos periodísticos afectos al Estado, al partido o a algún gremio, citando ejemplos conocidos.
En todo caso, el poder tiene mucho que ver con el ejercicio de la libertad de expresión, pues bien puede marcar una tendencia a reflejar una particular visión, los límites, de quienes tengan la autoridad de decidir qué se publica y qué no se publica. Esa es la realidad en cualquier parte del mundo, y la traigo a conversación porque todos hemos vivido el placer de gustar cómo algo se reporta, o, la repugnancia por el sesgo periodístico de un acontecimiento. Nadie escapa de haber experimentado estos dos extremos. Por ejemplo, en general, yo amo los reportajes del Semanario Universidad, detesto las entrevistas agresivas de periodistas y presentadores de la CNN, y me quedo a medio camino con no pocos editoriales de La Nación.
La libertad de prensa es alivio y dolor de cabeza, y uno escoge la manera de lidiar con ella. La libertad de prensa, como todo en la vida, no puede ni debe ser un frac hecho a la medida de uno. ¿Qué podemos hacer cuando un medio periodístico se excede, según nuestro entendimiento, en prejuicios y mentiras? Bueno, podemos hacer varias cosas, desde pedir un derecho de respuesta hasta demandar al medio de comunicación, es decir, se puede hacer todo lo que la ley nos faculta a incoar y, dichosamente, en Costa Rica, lo que no podemos hacer es implantar alegremente la censura, mucho menos la censura previa, conforme al artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos que, no es ocioso recordar, forma parte integral de nuestra legislación.
La queja, común por cierto, de que los medios de comunicación son parciales y abusivos de la “verdad”, puede ser legítima pero insuficiente para poder develar una fórmula mágica que elimine el riesgo. En nuestra realidad humana, esta queja, se encuentra destinada a ser perpetua. Tenemos que aprender a vivir con esta realidad porque la “verdad”, aún si existiese, no puede ser impuesta al ser humano. La libertad es como el agua, aún en los conglomerados mediáticos más capitalistas que uno pueda imaginar o en los medios estatales más rígidos y totalitarios, el espíritu humano ha encontrado oportunidades y hendijas para ser disonante.
La libertad de prensa siempre es y será una aspiración en construcción, un ideal que jamás será acabado, una insatisfacción permanente, que nos permite transitar mejor como por las veredas de la información y frente a una realidad que con frecuencia se escabulle, se esconde y se altera como es su costumbre. Con lo dicho, se entenderá mejor que la libertad de prensa es el derecho que tienen los medios de comunicación de investigar e informar sin limitaciones o coacciones, como la censura previa, el acoso o el hostigamiento.
No existe una libertad de prensa en abstracto; la que conocemos universalmente tiene que ver con la libertad de empresa, la propiedad privada, y la otra, tiene su correlato en la prensa oficial, la del Estado. Entre estos dos paralelos discurren otras manifestaciones alternativas de prensa. Lo importante a destacar es que, en cualquier caso, la libertad de prensa suprema, impoluta y sobrecogedora, no existe ni podrá existir, porque la vida, nuestra vida, es de una complejidad suntuosa que enredó al mismo Dios cuando nos creó.
Perdonen la disgregación, pero lo que quiero decir, es que no existe un mundo humano donde se puedan materializar las ideas puras. En el más feliz de los casos, digamos, que los ideales abstractos son estrellas muy lejanas que nos sirven para caminar en nuestro brevísimo paso por todo este enredo mundano, que es la matrícula obligada de existir. Es más, una consigna tan sonada como la de “libertad, igualdad y fraternidad”, es todo un hito histórico, pero la consigna en sí misma carece de una esencia autosuficiente para ser pura en la realidad y, paradójicamente, es esa misma realidad real la que le ofrece un lugar oscuro, incompleto y sesgado, no puro, para existir en el mundo de las posibilidades posibles, con una redundancia que no es accidental de mi parte. No me he ido por la tangente, lo que trato de decir es que un derecho que tenga vigencia de necesidad entre los mortales, no es cosa muerta, sino una aspiración viva, cuyo vigor dependerá del amor que le destinen los ciudadanos, porque nunca será obra terminada y siempre será aspiración.
La libertad de prensa no es excepción. Lo práctico de los enunciados antes dichos, es que entenderlos nos alivia de procurar lo social imposible en el tiempo y en el espacio, condición que a su vez nos permite enfocarnos en lo posible. Dicho enfoque es, en el fondo, el músculo de los sueños posibles y de las realidades transformables. De modo que la libertad de prensa es una conquista viva de la humanidad, y que está en nosotros defenderla y fortalecerla a pesar de su lejanía de las estrellas o de los imaginados conceptos puros, que no encuentro mal imaginarlos, si entendemos que son poemas vitales.
No pocos autócratas, para quienes limitar la libertad de prensa es distracción, terminan en su ocaso no reconociendo las fronteras entre la mala poética auto infligida y la realidad no psicótica. Y por ello han muerto incontables periodistas para que usted y yo, sepamos algo, mucho o poco, de una realidad rocambolesca que con frecuencia hiere las mejores partes de nuestra sensibilidad. Pienso en las víctimas de la Penca, pienso en Pedro Joaquín Chamorro Barrios, asesinado por el somocismo; pienso en los más de 100 periodistas mexicanos caídos, en el cumplimiento de su deber, a manos del crimen organizado y del Estado; pienso en las decenas de periodistas hondureños asesinados por el espanto de un régimen dinosaurio y retrógrado de derecha; pienso en los recién liquidados periodistas ecuatorianos por obra de la guerrilla; pienso en las decenas de periodistas silenciados en Colombia; en fin, pienso en los 65 periodistas asesinados el año pasado en todo el mundo, cifra contada con cuidado por la organización Reporteros sin Fronteras.
Espero haber convencido a los lectores de que la libertad de prensa es fundamental para para que una democracia tenga sentido. Es un derecho que siempre hay que defender y fortalecer, sin importar las circunstancias. La libertad de prensa con frecuencia me irrita, porque desapruebo esto o aquello, que un determinado medio publica, pero a la vez reconozco que mi berrinche es poca cosa a la par de la libertad tutelada, y que es mejor ponerse rojo de ira que ver cerrado o censurado un medio de comunicación.
A mí, en lo particular, me sigue irritando que nuestros medios principales, escritos y no escritos, no cubrieran con la misma pasión dedicada a Nicaragua, los hechos y el monumental fraude electoral ocurridos en Honduras. Porque lo que ocurrió en Honduras es vil, es atroz, tanto que la Oficina de Derechos Humanos de la ONU confirmó la muerte de 21 civiles y 55 heridos con armas de fuego, todos víctimas del terror del régimen hondureño, entre el 29 de noviembre y el 22 de diciembre del 2017. Este ejemplo, doloroso, es una llamada de atención para que nuestro pueblo, como consumidor de noticias que es, exiga más rigor noticioso y editorial en situaciones gravísimas que nos afectan a nosotros, los centroamericanos. Por otra parte, hay que seguir empeñados en construir medios alternativos para seguir expandiendo la libertad de expresión y de prensa.

Con todo, hay que decir con entera convicción y valentía que, sin importar nuestras desavenencias con la prensa, es inmoral e inhumano censurar y clausurar cualquier medio de información colectiva. La libertad de prensa se defiende a muerte. Y debe denunciarse cualquier limitación a la misma. El periodista en sus funciones deber ser un protegido de todos los costarricenses, sin excepción, aunque nos irrite y nos caiga mal. La función de ellos y ellas es informar y opinar y, por lo mismo, son esenciales a nuestra democracia. Respetemos la labor del periodista, ensanchemos la libertad de prensa, y nunca olvidemos que la misma fue posible gracias a la contribución de sus mártires, que con mi comentario de ahora honro, aunque no sea el día internacional del periodista.

http://www.elpais.cr/2018/04/26/en-honor-a-los-periodistas-y-comunicadores/

lunes, 23 de abril de 2018

Ortega debe irse

El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, debe irse, dejar su cargo y por el bien de Nicaragua hallarse un confortable exilio. Nada cuesta, al menos que una nebulosa aritmética mental, fantasiosa, le obnubile el sentido de realidad, el sentido común, que indica que él ya no es indispensable ni querido para el pueblo nicaragüense.


El despotismo, con su neoliberalismo incluido, toca a su final, y el pueblo claramente se hartó de que su nación sea manejada como una vulgar finca, cuyo dueño hacía y deshacía a su antojo hasta que topó con un muro que le sobraron razones. Y es que cuando el pueblo nicaragüense se encabrita, es como si el Momotombo despertara en un día cualquiera.


La fraseología populista de Ortega ya no convence a nadie, su FSLN no es otra cosa que un recuerdo  traicionado, una hoja pálida y arrugada de otoño, y una confesión de capitalismo salvaje. Los pueblos no viven de frases y consignas, ni pueden perpetuarse con dádivas oscuras; al final la jarana sale cara cuando todo se agota y no queda otra cosa que el desvarío de un autócrata que se siente, en su imaginación, que sus gestos de caudillo han sido mal correspondidos. Pasa que a toda tiranía le gusta que le den las gracias, y hoy en Nicaragua eso se acabó.   


La crisis nica es un testimonio de que las libertades básicas conculcadas o condicionadas, como la libertad de reunión y de expresión, no son cosas menores que los pueblos olvidan y que, por el contrario, son demandas fundamentales de control ciudadano sobre sus gobernantes.  La libertad no es un lujo burgués, ni una majadería pequeño burguesa, la libertad es una necesidad vital del ser humano.


Ya la rebeldía no es únicamente por los desbarajustes que el gobierno intentó de imponer sobre las espaldas de los pensionados y sus familias, sino que también es un sentimiento generalizado de repulsa en contra del esquema orteguista de reparto del poder. Los autócratas no parecen renunciar nunca a los privilegios del poder absoluto,  incluso del más o menos absoluto, porque por algún encanto del destino se creen depositarios de todo agradecimiento y de toda eternidad.


Las cámaras patronales (COSEP), los obispos católicos y los pastores neopentecostales, rápidamente se han distanciado de un régimen del cual, si bien es cierto se bañaron gracias al mismo en privilegios y dólares, ya no tienen un aliado seguro, que es  terriblemente oneroso a la propia imagen y sus intereses. Cuando ello ocurre, uno ya intuye que el principio del fin se acerca.


“No eran delincuentes, eran estudiantes”, ha sido un justo estribillo coreado por los manifestantes. Me parece extraordinario que la juventud y los estudiantes personifiquen la resistencia, que haya tomado la bandera de los “viejitos” pensionados, para multiplicarla con las ansias de libertad y democracia de todo un pueblo. La juventud en nuestra región venía de capa caída, abrazando consignas inútiles y consumistas de mercado, alejada de las grandes causas solidarias; hoy la juventud de Nicaragua demuestra su músculo mental y físico, capaz de decirle alto a un anacronismo autoritario, contrario a todo idealismo honesto y comprometido con la justicia social.


Un querido escritor nicaragüense, muy conocido y apreciado entre los ticos, el novelista Sergio Ramírez Mercado, recién ha aceptado en persona el Premio Cervantes; él, justa gloria de nuestra lengua espanola, dijo en el acto solemne realizado en Alcalá de Henares: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser republica.”


El autor de Castigo Divino resumió en sus palabras el verdadero significado de la presente insurrección popular, y le destaca al mundo la importancia del valor de los intelectuales que no cierran sus ojos frente al oprobio y la injusticia. La denuncia oportuna de quienes con su arte saben denunciar mejor el infortunio, corresponde a un privilegio que se devuelve con generosidad al pueblo. El joven intelectual que no lo sepa o intuya, corre el grave riesgo de ser cántaro vacío.  “Escribo entre cuatro paredes, pero con las ventanas abiertas”, nos dice Sergio, como invitando al creador, al intelectual, a no escabullirse de la realidad.


La revuelta en Nicaragua es una denuncia del egoísmo y de la glotonería oligárquica, mejor condensada en la famosa pareja presidencial, quienes se repartieron el país para beneficio de unos pocos -religiosos y empresarios incluidos- y en detrimento de medio mundo al que consideraron siervo y vasallo.


La sublevación no es obra de la CIA o de instrucciones directas de la Casa Blanca, como con aspaviento declaran algunas mentes; les pasa igual que a otras mentes que ven comunistas hasta debajo de la almohada. A ciencia cierta, sabemos que esta implosión social se debe a más de una década de abusivas políticas económicas, compadrazgos y falsos discursos. Sabemos que Ortega construyó un clientelismo corrupto con el dinero venezolano, que le permitió repartir migajas al pueblo; y cuando el malversado dinero escaseó, la lógica del autoritarismo fue la de pasarle la factura a la ciudadanía. Ortega no es otra cosa que rey entre neoliberales y merecedor de una alfombra roja en Wall Street.


La experiencia nicaragüense nos enseña la importancia de cultivar y remozar nuestras instituciones democráticas, asunto que necesariamente depende de una sociedad que tenga en la mira alcanzar una  equidad colectiva en paz y libertad. Porque el todo de la política es la mayor suma de justicia para el pueblo y, además, porque conviene siempre repasar una lúcida regla de tres: que no hay peor tiranía que la que nace de las armas, la miseria y la ignorancia.  

http://www.elpais.cr/2018/04/23/ortega-debe-irse/

martes, 17 de abril de 2018

La guerra y nosotros los ticos


En una guerra nadie tiene las manos limpias, ni los “buenos”. He conversado con exguerrilleros que combatieron tiranías y nadie en retrospectiva ha considerado hermosa la batalla y sus secuelas de dolor. Para ellos y ellas el dolor lacerante de la causa fue intransigente para propios y enemigos.

El horror de la guerra no es simplemente el hedor de la desgarrada carne de un combatiente o un capítulo de una determinada historia, sino una virulenta acusación contemporánea contra la bajeza de los instintos humanos y de su incapacidad para superarla.
Las guerras mundiales del siglo XX y las incontables regionales que se han sucedido, siguen poniendo en jaque los avances humanistas logrados hasta ahora y que palidecen frente a las consecuencias del horror bélico. La civilización occidental, con su herencia humanista y democrática, bien podría estar llegando a su final en cuestión de pocos siglos, ya que el discurso milenario de territorio, conquista y guerra se anuncia agotado, en espera del nacimiento de otra civilización cuya demarcación es imposible de saber ahora, pero que siendo optimista tendría a la paz como su fundamento.
En cualquier caso, es muy ético adquirir una cierta dosis de inmortalidad para vislumbrar y promover las virtudes de la paz y la libertad que en unos siglos serán los factores desencadenantes de un nuevo paradigma y un nuevo futuro. De modo que todo lo que pensemos y hagamos hoy sirva de abono al venturoso porvenir por llegar.
En el fondo, las guerras no paren héroes sino víctimas. Un día se jura no olvidar al héroe, le bautizamos una calle en su honor, y el tiempo con su olvido arrastra la memoria de aquéllos que apresurados ofrendaron sus vidas. Yo sé que lo que estoy diciendo es controversial, sobre todo porque desde la infancia vamos aprendiendo que hay guerras “buenas” y otras “malas”. Guerras “buenas” que sirvieron a un propósito mejor o superior. Se entiende. La narrativa de la historia es violenta y se desencadena por la apropiación de territorios y de recursos naturales, junto a inhumanos prejuicios y de cuanta singularidad nos separe del prójimo.
Es cierto: la historia es lo que es, pero la conciencia no debe rendirse ante lo evidente. No puede pasar por alto lo que constituye una perfecta contradicción con la naturaleza. Se nace para celebrar la vida y no la muerte. Si mis palabras suenan controversiales, es porque en el libreto de la humanidad se estancó desde siempre en lo heroico de la guerra y la esperanza de su “luz” según sea el bando.
Lo dicho es trágico. De este en apariencia mal congénito de la humanidad, no se puede anular las pupila descreída que desacredita la idea de que lo verdaderamente humano tenga por sustrato la maldad de la guerra. La humanidad da para más, debe buscar reivindicarse y redimirse aunque tarde mil años en hacerlo. Esa es la gran esperanza, tan lejana como las cien generaciones que sigan y tan certera como el sol que resplandece.
Yo no soy -si me permiten hablar en primera persona- de muchas respuestas, la realidad me las prohíbe; son las preguntas no contestadas las que retuercen mi alma. De la guerra quisiera contestar todo pero no puedo, pero es tanta la aversión que siento por ella que imagino que puedo. No pocas veces visité campos de personas desplazadas por la guerra. Con pavor pude constatar lo mucho que duele y lo mucho que deforma el corazón. La guerra nos vuelve irreconocibles. No por ser la guerra una constante de la historia universal ella se justifica.
Participar en una guerra puede llegar a ser un imperativo justificado, pero mayor es el imperativo moral de saber que la guerra es, en cualquier caso, un mal indeseable que debe aborrecerse. Recurrir a la violencia para resolver un diferendo es diabólico por más justicia que nos asista. Costa Rica no necesita volver a vivir la experiencia de la guerra para rechazarla en todo. Rechazarla del todo es un privilegio moral de nuestra nacionalidad, de nuestra manera de ser como costarricenses. Un privilegio moral que debe encontrar expresión en su política exterior.
Sí, somos extraños, dichosamente extraños, porque nuestro pacifismo tiene raíces históricas pronunciadas que el grueso de la humanidad no posee. Asumamos responsablemente este atributo. Por nuestro tamaño y por estar nuestra Patria geográficamente en la cintura de América, debemos obligadamente de tener excelentes relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, pero no por ello debe nuestro país de ser un eco automático de lo que diga y haga Washington. La política exterior de Costa Rica debe ser independiente y con una voz moral propia. No me satisface la manera blandengue, timorata, con la que nuestros cancilleres han conducido históricamente nuestra política exterior. Nuestra diplomacia no ha sido creativa ni novedosa a la hora de tomar postura frente a una diversidad de conflictos regionales y mundiales, quizá con la excepciones de Gonzalo J. Facio y Rodrigo Madrigal Montealegre quienes fueron cancilleres en momentos delicados.
Nuestro pequeño país puede y debe alzar su voz como potencia moral, potencia que debe revestir el arsenal diplomático propio. Costa Rica tiene una historia y una tradición de paz envidiable que ha de reflejarse en su política exterior, con una diplomacia que nos represente en sus mejores cualidades. No otra cosa debemos ser, sino un feliz contraste en favor de la paz y contra la guerra.
La administración del Presidente Solís perdió más de una oportunidad de haber sido una voz distinta y coherente en la crisis venezolana. El gobierno del Presidente Solís se dejó arrastrar por las desvergonzadas ocurrencias de Luis Almagro, el antidiplomático por excelencia, un hombre que no entiende lo que es un conflicto y que desatiende los límites conferidos a un Secretario General de la OEA. Porque nuestro país perdió el norte de saber contribuir a una salida negociada de una prolongada crisis, que en justicia tenía que condicionar no solamente a Nicolás Maduro pero también a la conocida exMUD. Las intervenciones de Rodríguez Zapatero, de Danilo Medina y del propios Papa Francisco, fueron voces que sonaron sin novedad en la Casa Amarilla. Ese servilismo gratuito a Washington, quizá ni buscado o querido, le quita ilusión y brillo a una dinámica política exterior que un país como el nuestro merece. En fin, considero que tener voz propia, de factura nacional, no desatiende nuestro interés de tener las mejores relaciones con los Estados Unidos sin ser su sombra.
No le toca a nuestro Estado inmiscuirse en los asuntos internos de otras naciones, ni en las acciones internacionales bélicas. Lo que conviene a Costa Rica es sustentar con esmero el principio de la no intervención en los asuntos foráneos de los pueblos y de apoyar el derecho de autodeterminación de los mismos. Yo veo con desconfianza las “cumbres” y “coaliciones”. Don Abel Pacheco nos dejó muy mal parados la vez de Irak. No debe de repetirse el exabrupto. Pero nuestro Estado puede dejar constancia testimonial que una nación pequeña y modesta como la nuestra denuncia la guerra, y privilegia sin ambage la salida diplomática y pacífica a los conflictos. Y otra vez falló nuestro gobierno con lo de Siria. No existió una denuncia apasionada, robusta, de la guerra en sí misma y de sus consecuencia inmediata en la vida de adultos, niños y ancianos. Lo declarado por nuestro país no fue suficiente en el tono ni en el contenido, porque en una guerra nadie tiene las manos limpias, ni los “buenos”. Existen diez mil maneras de decir esto de forma diplomática.
La guerra es la mayor violencia en contra de los derechos humanos y debemos siempre decirlo. La nueva civilización que podría emerger del presente desastre global, sería una en que la guerra fuera impensable. Y podría ser que los curiosos de ese tiempo futuro repasen que alguna vez existió una pequeña república que abolió el ejército y que miró con desdén cuanta guerra nació. La neutralidad, la no intervención en los asuntos internos de otras naciones, nuestro pacifismo y nuestro antibelicismo, deben ser los fundamentos de una política exterior creativa y devota de los derechos humanos. No me cansaré de repetirlo.

viernes, 13 de abril de 2018

Las trampas del poder en Costa Rica

La destitución del exmagistrado Gamboa me ha llamado a la meditación serena. El poder tienta los sentidos. El poder público de ser juez,  más si se trata de un magistrado, es de una realidad simbólica apabullante. Cuántas cosas no debieron haber sido dichas, o escuchadas o vistas, o quizá saboreadas o sentidas sin el olor de un freno de mano. Por los sentidos entran dichas y desgracias. Alto.
Recuerdo hace 35 años que tuve la oportunidad de aspirar a una plaza de defensor público. Entonces, uno tenía que ir de magistrado en magistrado buscando agradar para ser electo en una votación de la Corte Plena. Recuerdo aquellas oficinas lujosas, anchas y espaciosas, alfombradas, silenciosas, que olían como a nuevo. Uno caminaba lo que parecían interminables pasillos, como ausentes, que poco decían del destino buscado. Uno tragaba saliva, tocaba la puerta para después abrirla tímidamente. “Pase..”.
Uno iba de magistrado en magistrado, uno imaginando cómo serían ellos porque no recuerdo por esos años que hubiera una magistrada, como las hay ahora. Traté de no imaginar mucho porque eso atentaba en demérito de mi tes nerviosa. Recuerdo que la solemnidad mental que me embargaba era absoluta, multiplicada al entrar al magnífico edificio de mármol para presentarme en el primer piso y ser autorizado a subir.  
En la vida todo es práctica. Después haber conversado con tres o cuatro magistrados, adquirí un mejor temple. Recuerdo al magistrado Fernando Coto Albán, un caballero, que me escuchó con una atención no fingida, un detalle que siempre le agradecí. Don Fernando es recordado por su don de gentes y por su rectitud profesional, un hombre sabio a quien el prestigio nunca encegueció. Don Fernando era entonces el Presidente de la Corte Suprema de Justicia.
Me vienen los recuerdos y las preguntas sobre lo que significa ostentar un cargo de mucho poder y prestigio, donde lo que sobra son alfombras rojas.  ¿Puede un ser humano investido de poder y prestigio resistirse a lo indebido? Yo creo que sí. Lo creo porque he conocido de personas que son felices ejemplos. Y no es que quiera idealizarlos y darles una visa de santidad. No. Es que he observado que hay seres humanos talentosos de espíritu, capaces de tener una conversación sincera consigo mismo, a pesar de las vicisitudes de la vida y los propios defectos.
Yo me pregunto si la extrema sinceridad interior, esa sinceridad que es absolutamente secreta y feroz, es un privilegio reservado a unos cuantos mortales. Me pregunto si la paga de ese posible privilegio no es otra cosa que “ser”, sin garantías de reconocimiento y un destino feliz. El destino es extraño, mustio, ajeno a las reglas de la lógica y la correspondencia moral. Existen seres humanos nefastos que mueren con honores y otros que son santos y fallecen martirizados. Hay otros, como Napoleón, que disfrutaron las luces del poder absoluto para terminar en un abyecto ocaso.
El ser humano es defectuoso por naturaleza; su único y auténtico heroísmo reside en no serlo tanto. El defecto es nuestra pizarra y la tiza la posibilidad de nuestra fortaleza.  Quien aspire a un cargo público debe examinar su conciencia a profundidad; sus defectos y virtudes, examinar a cuánta mentira se expone su más secreto interior. No hay peor cosa que imaginar creerse el centro del universo, el non plus ultra de cuanta fantasía puedan tejer los intrigantes sentidos. Pasa, incluso, que haya gente capaz de creerse y encarnar sus propias mentiras, de hacer malabares con argucias y timos, por encima de todo recato moral. El poder puede llegar a ser una droga letal capaz de anestesiar la cordura de juicio.

El poder, en particular el poder político, puede poner de relieve lo mejor o lo peor de nosotros. En el último caso, el poder puede distorsionar la percepción de la realidad común y silvestre al punto de no reconocerse uno frente al espejo de la honestidad. Esta negación de uno mismo tiene un matiz trágico, pues lo indebido y abusivo se convierte en un grito de conmiseración supremo, dispuesto a encontrar todas las excusas y “razones” para darle crédito a lo indefendible. El abusador se victimiza y su propia trampa se convierte en un nido de conspiraciones e injusticias hechas en su contra. El universo conspiró contra él o ella, y en su mente ello es inadmisible porque ha elaborado la falsedad de que es el centro privilegiado de ese mismo universo adverso.

El corrupto no solamente puede perder una objetividad mínima requerida a todo ser humano, sino que se vuelve activamente en contra de la misma, algunas veces creyendo sus propias mentiras y otras veces persiguiéndolas con plena intención. Entonces, el umbral de la honestidad ha sido completamente destrozado y hace inviable todo proyecto de integridad personal. La integridad es la puesta en práctica de la honestidad. La integridad significa enmendar lo que necesite cambiado para bien, más allá de los pensamientos íntimos honestos cocidos en la contradicción y el conflicto. Cuando no hay honestidad ni integridad el camino siempre posible de la redención personal se vuelve arduo y cuesta arriba. El mucho poder y mal usado, conlleva figuradamente una sentencia de muerte de la que es difícil escapar. Bien podría ser el destino común del corrupto y el tirano.

¿Por qué? ¿Para qué? Son dos preguntas de oro, faros perennes de toda obra.  La lisonja y el aplauso, el incienso del poder, son factores que subyugan los sentidos y la pertinencia de realidad.  ¿Por qué? ¿Para qué? Son dos preguntas que un jefe de gobierno debe hacerse tanto como la pareja que ensaya arreglar su vida en una boda o en una casa común.
La sinceridad es el camino angosto a la integridad. Si la integridad es deseable en todo ser humano, más lo es en un diputado, en un ministro o en un magistrado.
Nuestro país jamás podrá avanzar sin integridad institucional. La integridad no es un lujo sino una necesidad que siempre apremia. Cuando se sucumbe a las mieles del poder, a la falsa aurora de un decorado, se está a un pie del abismo y del trágico abandono de unas huestes que una vez juraron devoción. En fin, esta es la moraleja que no es nueva, que más bien es tan vieja como el Génesis.

http://www.elpais.cr/2018/04/12/las-trampas-del-poder-en-costa-rica/

domingo, 1 de abril de 2018

LO HICIMOS: CARLOS ALVARADO PRESIDENTE

Hay victorias de victorias en la vida de una nación.  En nuestra historia reciente, esta victoria es la más grande y heroica después de la victoria fundacional de la II República.


Es una victoria precedida por la angustia y la incertidumbre, precedida por una reacción de alarma esparcida por toda nuestra geografía; fuimos saliendo de un letargo para darnos cuenta que los valores democráticos y de paz estaban en peligro y que había que reaccionar de inmediato.


Lo hicimos. Bregamos. Y hoy lloramos de alegría. La democracia se cuida. Pasa que la costumbre de su goce nos hace perder de vista su valor y fragilidad.


El alfabeto de la libertad y de su instrumento, la democracia, y ciertamente es un deber repasar sus letras con esmero y constancia para no olvidar sus virtudes de paz, solidaridad e inclusión.


Hemos elegido a Carlos Alvarado Quesada como nuestro Presidente de la República y bajo su guía celebraremos el bicentenario de nuestra Patria.
Nadie mejor que Carlos para dirigir un proyecto donde ningún partido político tendrá una  mayoría absoluta en la Asamblea Legislativa. Carlos en la presidencia será garantía de autocontrol, equilibrio y sensatez.
Hay que tener de natural las cualidades dichas para navegar en los inhóspitos canales de    la labor parlamentaria, labor que requiere de un estilo que no sea provocador, que no sea impulsivo y menos que sea pendenciero.
Carlos no es un iluminado que haya dicho poseer la verdad absoluta en los asuntos públicos; su humildad tiene fundamento en su propio carácter, en su estudio, en su propia capacidad para dialogar y concertar acuerdos. No es un hombre del “todo o nada”. Su innata condición de líder se demuestra con su aplomo, su don de gentes y su decoro reflexivo.
Estoy seguro, como que me llamo Allen, que Carlos Alvarado será un gran Presidente porque ya es un gran líder y adalid de los derechos humanos.
Esta noche de la victoria, cuando me aliste a conciliar el sueño, podré dormir en paz sabiendo que me espera un amanecer hermoso, sabiendo que con Carlos el INAMU no será cerrado, que la homofobia no será política de Estado, que la discriminación que trae la pobreza será combatida, que seguiremos siendo parte del sistema jurídico internacional de los derechos humanos y que no dejaremos de enarbolar la lucha de las mujeres por su emancipación.
Gracias, señor Presidente electo. Dios lo bendiga.