martes, 17 de abril de 2018

La guerra y nosotros los ticos


En una guerra nadie tiene las manos limpias, ni los “buenos”. He conversado con exguerrilleros que combatieron tiranías y nadie en retrospectiva ha considerado hermosa la batalla y sus secuelas de dolor. Para ellos y ellas el dolor lacerante de la causa fue intransigente para propios y enemigos.

El horror de la guerra no es simplemente el hedor de la desgarrada carne de un combatiente o un capítulo de una determinada historia, sino una virulenta acusación contemporánea contra la bajeza de los instintos humanos y de su incapacidad para superarla.
Las guerras mundiales del siglo XX y las incontables regionales que se han sucedido, siguen poniendo en jaque los avances humanistas logrados hasta ahora y que palidecen frente a las consecuencias del horror bélico. La civilización occidental, con su herencia humanista y democrática, bien podría estar llegando a su final en cuestión de pocos siglos, ya que el discurso milenario de territorio, conquista y guerra se anuncia agotado, en espera del nacimiento de otra civilización cuya demarcación es imposible de saber ahora, pero que siendo optimista tendría a la paz como su fundamento.
En cualquier caso, es muy ético adquirir una cierta dosis de inmortalidad para vislumbrar y promover las virtudes de la paz y la libertad que en unos siglos serán los factores desencadenantes de un nuevo paradigma y un nuevo futuro. De modo que todo lo que pensemos y hagamos hoy sirva de abono al venturoso porvenir por llegar.
En el fondo, las guerras no paren héroes sino víctimas. Un día se jura no olvidar al héroe, le bautizamos una calle en su honor, y el tiempo con su olvido arrastra la memoria de aquéllos que apresurados ofrendaron sus vidas. Yo sé que lo que estoy diciendo es controversial, sobre todo porque desde la infancia vamos aprendiendo que hay guerras “buenas” y otras “malas”. Guerras “buenas” que sirvieron a un propósito mejor o superior. Se entiende. La narrativa de la historia es violenta y se desencadena por la apropiación de territorios y de recursos naturales, junto a inhumanos prejuicios y de cuanta singularidad nos separe del prójimo.
Es cierto: la historia es lo que es, pero la conciencia no debe rendirse ante lo evidente. No puede pasar por alto lo que constituye una perfecta contradicción con la naturaleza. Se nace para celebrar la vida y no la muerte. Si mis palabras suenan controversiales, es porque en el libreto de la humanidad se estancó desde siempre en lo heroico de la guerra y la esperanza de su “luz” según sea el bando.
Lo dicho es trágico. De este en apariencia mal congénito de la humanidad, no se puede anular las pupila descreída que desacredita la idea de que lo verdaderamente humano tenga por sustrato la maldad de la guerra. La humanidad da para más, debe buscar reivindicarse y redimirse aunque tarde mil años en hacerlo. Esa es la gran esperanza, tan lejana como las cien generaciones que sigan y tan certera como el sol que resplandece.
Yo no soy -si me permiten hablar en primera persona- de muchas respuestas, la realidad me las prohíbe; son las preguntas no contestadas las que retuercen mi alma. De la guerra quisiera contestar todo pero no puedo, pero es tanta la aversión que siento por ella que imagino que puedo. No pocas veces visité campos de personas desplazadas por la guerra. Con pavor pude constatar lo mucho que duele y lo mucho que deforma el corazón. La guerra nos vuelve irreconocibles. No por ser la guerra una constante de la historia universal ella se justifica.
Participar en una guerra puede llegar a ser un imperativo justificado, pero mayor es el imperativo moral de saber que la guerra es, en cualquier caso, un mal indeseable que debe aborrecerse. Recurrir a la violencia para resolver un diferendo es diabólico por más justicia que nos asista. Costa Rica no necesita volver a vivir la experiencia de la guerra para rechazarla en todo. Rechazarla del todo es un privilegio moral de nuestra nacionalidad, de nuestra manera de ser como costarricenses. Un privilegio moral que debe encontrar expresión en su política exterior.
Sí, somos extraños, dichosamente extraños, porque nuestro pacifismo tiene raíces históricas pronunciadas que el grueso de la humanidad no posee. Asumamos responsablemente este atributo. Por nuestro tamaño y por estar nuestra Patria geográficamente en la cintura de América, debemos obligadamente de tener excelentes relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, pero no por ello debe nuestro país de ser un eco automático de lo que diga y haga Washington. La política exterior de Costa Rica debe ser independiente y con una voz moral propia. No me satisface la manera blandengue, timorata, con la que nuestros cancilleres han conducido históricamente nuestra política exterior. Nuestra diplomacia no ha sido creativa ni novedosa a la hora de tomar postura frente a una diversidad de conflictos regionales y mundiales, quizá con la excepciones de Gonzalo J. Facio y Rodrigo Madrigal Montealegre quienes fueron cancilleres en momentos delicados.
Nuestro pequeño país puede y debe alzar su voz como potencia moral, potencia que debe revestir el arsenal diplomático propio. Costa Rica tiene una historia y una tradición de paz envidiable que ha de reflejarse en su política exterior, con una diplomacia que nos represente en sus mejores cualidades. No otra cosa debemos ser, sino un feliz contraste en favor de la paz y contra la guerra.
La administración del Presidente Solís perdió más de una oportunidad de haber sido una voz distinta y coherente en la crisis venezolana. El gobierno del Presidente Solís se dejó arrastrar por las desvergonzadas ocurrencias de Luis Almagro, el antidiplomático por excelencia, un hombre que no entiende lo que es un conflicto y que desatiende los límites conferidos a un Secretario General de la OEA. Porque nuestro país perdió el norte de saber contribuir a una salida negociada de una prolongada crisis, que en justicia tenía que condicionar no solamente a Nicolás Maduro pero también a la conocida exMUD. Las intervenciones de Rodríguez Zapatero, de Danilo Medina y del propios Papa Francisco, fueron voces que sonaron sin novedad en la Casa Amarilla. Ese servilismo gratuito a Washington, quizá ni buscado o querido, le quita ilusión y brillo a una dinámica política exterior que un país como el nuestro merece. En fin, considero que tener voz propia, de factura nacional, no desatiende nuestro interés de tener las mejores relaciones con los Estados Unidos sin ser su sombra.
No le toca a nuestro Estado inmiscuirse en los asuntos internos de otras naciones, ni en las acciones internacionales bélicas. Lo que conviene a Costa Rica es sustentar con esmero el principio de la no intervención en los asuntos foráneos de los pueblos y de apoyar el derecho de autodeterminación de los mismos. Yo veo con desconfianza las “cumbres” y “coaliciones”. Don Abel Pacheco nos dejó muy mal parados la vez de Irak. No debe de repetirse el exabrupto. Pero nuestro Estado puede dejar constancia testimonial que una nación pequeña y modesta como la nuestra denuncia la guerra, y privilegia sin ambage la salida diplomática y pacífica a los conflictos. Y otra vez falló nuestro gobierno con lo de Siria. No existió una denuncia apasionada, robusta, de la guerra en sí misma y de sus consecuencia inmediata en la vida de adultos, niños y ancianos. Lo declarado por nuestro país no fue suficiente en el tono ni en el contenido, porque en una guerra nadie tiene las manos limpias, ni los “buenos”. Existen diez mil maneras de decir esto de forma diplomática.
La guerra es la mayor violencia en contra de los derechos humanos y debemos siempre decirlo. La nueva civilización que podría emerger del presente desastre global, sería una en que la guerra fuera impensable. Y podría ser que los curiosos de ese tiempo futuro repasen que alguna vez existió una pequeña república que abolió el ejército y que miró con desdén cuanta guerra nació. La neutralidad, la no intervención en los asuntos internos de otras naciones, nuestro pacifismo y nuestro antibelicismo, deben ser los fundamentos de una política exterior creativa y devota de los derechos humanos. No me cansaré de repetirlo.

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