miércoles, 18 de julio de 2018

Nicaragua duele

Cuando escribo acerca de la espinosa Babel que es la política no otra cosa tengo en mente, como punto de partida, que al individuo, la primera sólida evidencia sobre la cual debe construirse una ética humanista.

El sujeto individual no tiene porque anular al sujeto colectivo, pero sin entender al ser humano de carne y hueso, al único e irrepetible, paradójico y denso como ninguno, se torna en un imposible proponer desde el bien semblanzas sociales aceptables.

Este bosquejo no es ocioso si se considera que, en la mayor parte del siglo XX,  más de la mitad de la humanidad estuvo sometida a diseños colectivistas unívocos y justos al decir de sus panegiristas, pero que probaron a la larga ser asfixiantes al conjunto de la sociedad  y fuente de dolor para los críticos que toda sociedad engendra.

El mejoramiento colectivo de las condiciones materiales de vida no es el único parámetro para juzgar a un gobierno ni debe serlo; en caso contrario, y solamente con apego a dicho criterio, el régimen de Hitler se daría por bueno y la severidad de Stalin se calificaría excelente.

El ser humano es por naturaleza incómodo y la democracia no es otra cosa que un acuerdo de convivencia mínimo.  Lo democrático político nace de su propio posicionamiento frente al poder, todo poder, cualquier poder; y también nace de una aseveración radical sobre la dignidad del individuo en relación al dolor y al sufrimiento.  

La propuesta democrática colectiva debe tener, a mi juicio,  un esfuerzo para responder claramente a lo requerido por los dos elementos mencionados. Porque el poder político debe ser tenido siempre como el eterno sospechoso, como el leviatán que nunca podrá encontrar absolución y frente al cual el político demócrata ha de ejercitarse como defensor de los ciudadanos.

El político demócrata es un contra-poder. La  sospecha de lo indecoroso recae sobre el estado como tinta indeleble y sus gobiernos tienen la permanente obligación moral de probar toda inocencia. Todo poder debe de existir cuestionado. Hacer lo opuesto es abrir los pórticos a la tiranía.  

El sujeto individual es la medida de su dolor.  Quiero decir con lo anterior que lo fundamental de nuestras identidades personales se ha definido, sin excepción, en cómo nos relacionamos con la insatisfacción, el dolor y el sufrimiento.  El argumento no solamente es psicológico; también es frontalmente político. Y aquí es donde caigo de nuevo en la defensa del pueblo nicaragüense y en la crítica de los defensores del dictador.

La democracia no puede ser indiferente frente al dolor ni de carecer de una postura frente a él. El dolor es una malquerencia pública cuando se impone a un pueblo, cuya dimensión sufriente inmediata empieza con el individuo y termina con el individuo. La narración colectiva del sufrimiento es volcánica, sobrecogedora, pero imposible de asir sin empaparse de muchos testimonios individuales que dan cuenta del dolor de la carne y de la mente.



El dolor necesita para ser significativo de nombres y apellidos, de sus circunstancias y de los colores de su entorno. El dolor individual es la partícula inmediata para contestarle a la opresión y reivindicar la libertad. El dolor de un pueblo es eso, la suma de múltiples dolores reunidos y que adquieren relevancia positiva cuando dichos dolores acuerdan rebelarse frente a la infamia y las malas razones.

El sufrimiento nace en cada poro y en cada sudor amargo, así como la dicha carga con los aromas de un vergel. Pero no es la dicha sino el dolor el que plantea a fondo el dilema de la libertad. De entrada el dolor afirma la necesidad de su superación. Y esto debe ser tomado como una inmejorable noticia y como base de una sólida ética política comprometida con la libertad, eso sí, contra toda opresión del poder y la autoridad.

Gerald Vasquez López de 20 años de edad fue asesinado de un disparo en la cabeza que le voló los sesos. Bastó solamente un disparo del diestro francotirador para terminar con la vida de Gerald, un estudiante de ingeniería civil  y ávido bailador de música folklórica de su matria, Nicaragua. Porque Susana López, su madre, recorrió los varios kilómetros que separan el Barrio La Morita hasta el cementerio de la iglesia Santo Domingo, entre desconsolada y desafiante, y llena de un fulgor político que hizo honor a la memoria de su propio hijo.

Fue un sabado 14 de julio  -sin duda durante una madrugada infausta- y serán pocos días después de publicadas estas palabras, cuando policías y escuadrones de la muerte asaltaron, a sangre y fuego, los predios de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (la UNAN) dejando en Managua un olor a pólvora asesina.  

“Nos quieren matar”, “estamos rodeados”, les escuché decir a los estudiantes en el crudo video que transmitieron en vivo, y no fue otra cosa que el miedo a la muerte y al espanto de desaparecer como lo hacen los insectos que nos fastidian y aplastamos.

Los asesinos siguieron disparando a pesar de que la toma de la UNAN la habían completado. Tampoco hubo compasión para quienes buscaron refugio en la Parroquia Divina Misericordia; ahí se refugiaron decenas de estudiantes y ahí encontró un fatal destino otro  joven, Francisco José Flores de 21 años, un obrero de la construcción que se había unido a los estudiantes y que fue sepultado en el cementerio San Judas. Su abuelita, que fue su madre, despidió a su “niño” huérfano, entre llantos y una bandera de Nicaragua cubriendo el féretro. Una bala solitaria, bien calculada en la cabeza, le truncó su vida.

Dos jóvenes. Uno se desangró en la barricada y el otro en la iglesia.  Nunca pudieron ser socorridos para ser llevados a un hospital. Los dejaron perecer como despojo cualquiera. Los escuadrones de la muerte se felicitaron y muchos se preguntaron al conocer la noticia dónde está Dios.  

A la mañana de ese mismo sábado el cardenal Leopoldo José Brenes, acompañado del Nuncio Apostólico, llegó a la parroquia, rescataron a los jóvenes y a los heridos entre ellos, pues no es sino hasta entonces que la Cruz Roja pudo acceder al lugar. Probablemente, por momentos, un vacío sobrecogedor se posó sobre la parroquia, como un silencio hundido en una nube amenazante que se aleja.

Nicaragua duele.  Estos jóvenes, como otros cientos más, me recuerdan a los 43 de Ayotzinapa, obligados a descender a las aguas sucias del averno y a beber su lava. Y a los 340 estudiantes universitarios palestinos que languidecen en las cárceles del régimen racista Tel Aviv o a los 1522 estudiantes de todos los niveles asesinados en Honduras, desde 2010 al presente, víctimas de una sociedad fallida y podrida hasta el tuétano, y fruto del zarrapastroso maridaje entre una oligarquía inhóspita y el Pentágono.

El mundo camina con piernas de desquicio. Los maniáticos de cetro y corona se han desbocado. Ya no importa si son de izquierda o si son de derecha, son lo que son. No tienen ventanas para escrutar el dolor, el dolor del alma y el de la piel. El poder duele y mata, no siempre, cierto, pero nunca rara vez.

  

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