jueves, 25 de enero de 2018

LECTURA PARA UN DIA DESPUES DE LAS ELECCIONES


Hay ánimas y hasta pueblos que imploran una rítmica dejadez, como de propio es ese súbito y mal fundado desdén que ahorca al filósofo en una plaza vacía, donde ruega él en su extracto de ahorcado al gobernante precisar las alegorías de una palabra empeñada y la tropelía de otra incumplida. Muerto el filósofo queda el poeta, o sea, la metáfora del filósofo que reclama al igual que su mentor un derecho de réplica.  


El hombre sobre el oro muere tanto como muerde el polvo, finge no ser y finge no estar, y sus adeptos lo ven hablar que anda absorto en las nubes sin darse cuenta él que su balbuceante pantomima lo desnuda de cuerpo entero. ¿Cómo justificar que el 0.1 % de la población consuma el 10% del presupuesto nacional para pagar la idílica odisea de los pensionados de lujo?   Yo no sé cómo hace el político para seguir conjugando imágenes alteradas y sin el cordón umbilical  que le permitía leer la abultada geografia de sus gollerías y desverguenzas. Que necesario es que a raíz del emblema crediticio de un banco, se haya producido una catarsis inevitable en el país, eso sí con el inconveniente catastrófico menos visto, cual es el trepidante desmembramiento del orden emocional de la lingüística, la estética y la ética. Esta es la multitud de lo inverosímil que, sin embargo, ocurre y ocurre ahora  mismo.


Recordemos que el tipo asesinado en la plaza vacía es el filósofo que encuentra en el poeta a su más eximia metáfora sea  desde la palabra, sea desde la piedra y el mármol, sea desde el pincel y la paleta, sea desde la excelsa música o de cuanto proyecto de arte se explore. Una televisora y un medio impreso se ha autonombrado en el césar imperial de un circo que impune quiere entretenernos con un fraude y un horrible espectáculo. Qué es esto sino tiranía, qué es esto sino simulacro, qué es esto sino repugnancia hacia el pueblo y hacia sus libertades. Que ni un tribuno más se siente en los palcos, que ni un plebeyo más aplauda a sus verdugos.


Nadie desembarca en esta vida ayuno de significado ni irrumpe ileso de destino; se es y se está para dialogar con las estrellas y besar la rojiza tierra, para decirle “hola” al vecino con una sensación de serena holgura y para aguardar la noche en la noche. No solamente es  el despojo material de la hacienda pública lo que al pueblo mortifica, también es el secuestro a quemarropa de su integridad emocional y de su plasticidad discursiva. La rebeldía es el elixir de las diosas que al pueblo concede ánima y músculo; es rosa incendiada y turbulencia reveladora. ¿Quién mejor que la juventud?


Hay que matricularse con los sueños legítimos de una juventud que aspira a no ser burócrata sino emprendedora, crítica y creadora de su propio sustento y de sus fuentes de trabajo. Este sueño de los jóvenes costarricenses contrasta con el egoísmo neoliberal, contrario a la iniciativa privada democrática, es decir, de todo el pueblo.  Todavia esta vigente aquella máxima de don Pepe: “yo no quiero una nación de proletarios sino de propietarios”.


Nuestros jóvenes ahora interactúan con el mundo y desean ser parte de dicho mundo empresarial e innovativo. Ese es el hecho y mal se haría  en pasar juicios moralizantes sobre ello.  Porque nuestra juventud no puede ni debe estar en el aparato burocrático del Estado.  Hay que decirle al joven que se puede ser empresario y que se puede ser honesto; hay que decirle que la rectitud de carácter y una visión honesta de la vida no debe reñir con las ansias de renovar y emprender.  Hay que decirle, finalmente, que el empresario honesto no tiene porque andar comprando los favores de los bancos ni de los políticos de turno.   


Pero el asunto no queda ahí.  Nuestra juventud se encuentra dispuesta a democratizar los valores morales de nuestra sociedad, se encuentra lista para desafiar los valores reaccionarios del viejo orden en materia de sexualidad y diversidad.  Nuestra juventud no vive en un globo aislado; todo lo escucha, todo lo ve. Y la razón  les dice que cada persona tiene derecho a vivir su vida a con la mayor libertad y la mayor armonía de derechos y deberes. Que los desafíos sociales de ahora y del futuro solamente se resuelven inscritos en la crónica perenne de la libertad.  La libertad es la fuerza creadora, suprema, de cuanta página se ha escrito en la historia de la humanidad.


Irrita que en los últimos 30 años nos hayan ido derrumbando, de a poco, todo ese andamiaje de alfabetos inaprensibles y paradojales, reales y no raramente explícitos,  energías conectoras de un sinfín de arterias que le dieron vida a una plaza común y al gratuito mercado de las ideas y del ser costarricense. Daba gusto disfrutar una oración bien dicha, terminada con un certero punto, dispuesta a avanzar hacia un verosímil silencio, cual si fuera un paréntesis, para degustar la ingesta de zumos verbales con sentido de realidad y de realidad viviente. No raramente implícitos son estos silencios y aprehenderlos es una destreza al que somos invitados a pronunciar. Pero la corrupción se ha interpuesto a media tirada de la vereda y la mirada se nos dificulta más allá de sus linderos. 30 años de corrupción y de injusticia social ya son suficientes. La república de las grandes mayorías debe ensancharse a su paso frente a la  república de unos pocos.  La respuesta es la asamblea nacional constituyente, una que reclame para sí la ruptura con lo viejo venenoso y el abrazo de lo nuevo por nacer.


No hay que vivir la vida entre afortunados estetas para saberse cantor de nuestro íntimo e irrepetible paisaje, pues uno ya no compite para creerse superior al prójimo sino que lucha por saberse auténtico del propio paisaje. En esto consiste la estética de la democracia -hoy amenazada por una inusitada crisis material y moral- donde es preciso disolver el oprobio reconociendo que todos somos tenidos por poetas, cada uno conforme a sus necesidades y posibilidades. ¿Y qué de los estetas con destino fiel? Acompañen al pueblo a encontrar la mirada perdida, la palabra extraviada y el paisaje desdibujado, porque el lienzo a todos pertenece y su autoría también.


La afrenta en contra del pueblo oscurece el paisaje que todos llevamos dentro, extravía a la duda pertinente, nos incomunica con el prójimo y nos confisca la identidad y permanencia como nación. No es el imperialismo yanqui el que nos acecha sino los engendros de nuestra propia gula. “Nuestra” digo para no olvidar que somos una comunidad donde unos poquísimos pero poderosos degradan el paisaje íntimo de cada ciudadano.  Entonces, el pintor que llevamos dentro se desanima y ya no busca trascender en su paisaje. Corre detrás de otros paisajes que no son él, que no son ella, que no son reales y que le agotan energías vitales como entelequias disformes que simplemente se sienten. Entre todos los grandes y múltiples daños morales es éste el peor. No hay derecho y hay derecho para rebelarse de cuerpo entero. Hoy el pueblo está ciego de insurrección, insubordinado de locura, atado a sus instintos y conmovido de extravío; en el fondo, no hay buque ni mar ni tierra a la vista.  Vive el pueblo una experiencia alucinante de la que no tiene culpa.


Una nación -y pienso particularmente en la nuestra- necesita largos periodos de estabilidad para reempenzarse y  renovarse. 30 años de malas políticas sociales y espirituales han enajenado nuestras virtudes creadoras como pueblo, forzando una caída en picada hacia la servidumbre y poniendo en exilio su vigor. Ante todo el ciudadano debe distinguirse por ser arte, fuente de reflexión y de lo nuevo, desde donde puede pensar lo ético como el devenir de la belleza y la justicia.  No me cabe duda que cuando menguan los atributos que la ciudadanía confiere, el ciudadano parece menos un ciudadano y empieza a exhibir la errática conducta de un lobo solitario que en su nihilismo oye la voz del demagogo, del religioso y del corrupto.


El costarricense está por convertirse en el primer humano en ser sexualmente vegetariano. La “carnita” de las cosas, desde la trivial hasta la solemne, va  pasando ahora mismo del “es” al “fue” y ello implica una degradación de nuestras defensas inmunológicas frente al autoritario demagogo, frente al prestidigitador religioso y frente al corrupto de tradición. Son tres fuerzas mortales que necesitan ser denunciadas y barridas con la razón armónica e inclusiva del argumento. El progresismo todavía no encuentra el gran argumento; sigue consumido por la política anecdótica, esa que se concentra en los árboles y no mira el bosque. ¿Qué más hay que decir para convencer que la II República yace muerte en su ocaso y en los reflejos de un tiempo ido?  Es esta coyuntura excepcional la que invita al portento del amanecer; no es el caudillo, no es el mesías ni el nigromante lo que el país necesita. La nación requiere tener otro sujeto político: el de las energías sociales. ¿Dónde se encuentran?  En la vida, en las relaciones de clase y en la identificación de los estamentos sociales actuantes. La pregunta definitoria es una: ¿Cómo crear las condiciones para que la multiplicidad de energías sociales “pacten” un nuevo acuerdo histórico de convivencia y gobernabilidad?


No somos de un presente idílico, ni nunca tuvimos uno; tampoco aspiramos a un futuro idílico porque de otra forma iríamos a las fauces del “despotismo ideal” y ello seria una tragedia. Todo “autoritarismo ilustrado” es, al final, indeseable, calamitoso, por más benigno que sea en su estilo e intención, pues suprime las energías autónomas de los pueblos. De eso no se trata.  Se trata de recuperar nuestra ánima, nuestra capacidad para conversar y crear un proyecto común con la impronta de nuestro propio ser, en tanto paisaje legítimo de toda una pléyade de alfabetos y sonidos dinámicos, es decir, se trata de construir una materialidad modesta pero digna, sin metas exhuberantes de imposibilidad, donde se privilegie el encuentro y no una perenne conflictividad gratuita. Sin políticas permanentes de justicia todo lo dicho no sería sino quimera y con el neoliberalismo no hay esperanza.


Fingir “no ser” y fingir “no estar” no es lo mejor que puede hacer nuestra nación ni es lo que más le conviene. Se encuentra en juego el yo interior de cada uno de nosotros y el yo de nuestra comunidad nacional. No es cosa poca. Ningún ministro de la hacienda pública puede o podrá  remediar bien el déficit fiscal sin el acompañamiento y sinergia del ser costarricense que no puede ser visto como abstracción sino como materialidad  actuante.  Es precisamente en esta consideración donde burócratas y políticos pierden la brújula. El tico adora ser administrado -rehuye en general ser el administrador en cualquier cosa- pero resiente y se revienta internamente cuando es mal administrado.  Pero tampoco es el más exigente de los clientes. El costarricense no lo demanda todo pero quiere mejores carreteras, menos tramitología en todo, mejor seguridad, una inflación controlada, honradez y una CCSS más humana y eficiente.  ¿Será mucho pedir? No, ello es el mínimo aceptable, lo digno fundamental para crear proyectos comunes. Hace 30 años que no se atienden como debe ser este cúmulo de demandas esenciales.  Justicia es decir que la administración Solís Rivera  se ha esforzado por enmendar la criminal negligencia del pasado sin ser dicho esfuerzo una cura para la herida que sangra y que no es obra de su gobierno. Nadando contra corriente el presidente Solís entrega un mejor país del que recibió. No obstante ello, para el costarricense promedio el asunto público sigue siendo una causa perdida, inmerecedora de toda estima y respeto, porque el asunto público se ha convertido en una cueva de ladrones sin dolores de conciencia.  Y tiene razón; sin embargo, no tiene razón cuando se acobarda y se resigna.  


Toda ruptura social nacida de una profunda negación epistemológica, es capaz de producir el héroe colectivo que subyace en la nación y que en el caso de Costa Rica se identifica con los sectores medios y profesionales. Cabe decir, que en la arremetida neoliberal fueron los obreros del campo y la ciudad los primeros en ser desaparecidos de la composición política real de nuestro paisaje. Hoy quedan bolsones de dicho proletariado como consecuencia, en gran medida,  de la inmigración de los humildes y desplazados hermanos de América Central. Este grupo de personas se hacen evidentes en las fábricas y en las bananeras y piñeras. Son hermanos que se encuentran en un estado crónico de incomunicación con el resto de la sociedad. Los sectores medios e intelectuales de la nación no deberían, en aras del bien común, limitar sus conversacion, entre sí, sino que también es juicioso extenderla al conjunto de los estamentos más oprimidos.  La experiencia dialogante entre segmentos sociales que en la presente hora histórica puedan tener denominadores comunes, es un sine qua non sin el cual todo proyecto visionario se hace ficción. Por eso mismo, también hay que explorar visiones socialmente holísticas con los destacamentos más avanzados de la clase empresarial. En fin, es a la clase media que la realidad llama para que se pare en firme y paute la nota armónica de las tareas históricas a cumplir.


Cuando en la metafísica política el discurso democrático se acaba, y el pueblo es despojado bárbaramente de su mística devoción por el embeleso civico, despojo que evidencia ese “algo” del discurso fervoroso que muere al darse cuenta el pueblo de la metamorfosis de su santo, que de bello pasó a repulsivo, entonces ese mismo pueblo denuncia una realidad aparecida como estafa o mera decoración ilusoria. Precisamente eso es lo que hoy ocurre en nuestro terruño. Del alma nacional se ha apoderado una angustia monolítica. Con todo, el pueblo seguirá ensayando una y otra vez cómo superar un incongruente universo de símbolos y encarnaciones que ya no son afines a sus intereses inmediatos. El costarricense lleva 40 años ensayando esta revelación, los mismos años que que el pueblo de Israel duró en el desierto.


Nos enfrentamos al dilema de tener que nacer otra vez o, en su defecto, acomodarnos a la desdicha de tener que prolongar un aluvión de quejidos patrios sin norte. Hoy ser progresista no es una moda, una pose de cafetín, sino una necesidad y, en muchos casos, un deber. Estamos amenazados por demagogos y por un conservadurismo esquizofrénico que debe ser neutralizado por el bien nacional y que solamente ha demostrado la tardanza de las fuerzas progresistas para activar un proyecto país para las próximas décadas. El hecho de que exista un descontento pronunciado entre las masas, que huele a guerra de baja intensidad, es un hecho que merece la consideración más serena y seria, pues las fuerzas progresistas han de adivinar sus claves antes que las energías reaccionarias lo hagan de primero.


Los pueblos siempre ganan cuando colocan a la teología donde corresponde: en la religión o en la filosofía. Ganan también cuando desacraliza la simbología política en momentos de ruptura histórica como al que hoy asistimos. Si hay un ateísmo atendible que sirva a la emancipación de la humanidad, dicho ateísmo no es otro que el político.  


Es de rigor advertir que desde lo secular emana también el sortilegio metafísico, el abracadabra animista, con el sinsentido pernicioso que en lo temporal y finito estos engendros tienen poca vida o son pésimos. Meter a Dios en la ciénaga envolvente de una elección no es una feliz idea, porque si la metafísica de lo eterno ya es complicada en sí misma, (pregúntele usted a Spinoza, a Kant y a Hegel) hecatombe es mezclarla, revolverla, con la desvencijada metafísica política de los pésimos catecúmenos de Platón.  


Pues como han metido a Dios en tanta trifulca nace decir unas cuantas ideas. Ciertamente Dios es la confesión más íntima de la humanidad desde la duda existencial y la inconveniencia finita. En la inconveniencia finita de los seguidores de Dios (prácticamente toda la humanidad de todas las épocas)  reside toda esa energía que les permitió a ellos construir instituciones propias y civilizaciones. Al estar Dios presente entre nosotros, al ser llevado Él a la llanura de las bajas pasiones humanas y de los bajos instintos, se hace más necesaria y evidente la autonomía de Dios frente a las  instituciones sociales dedicadas a su alabanza y credo. Es una paradoja mayor que notable que antes de que se sugiriera la separación del Estado y la religión, ya existiera una separación abismal y cristalina entre Dios y las instituciones religiosas creadas para su honra.  Es absolutamente inconsistente que una iglesia se arroje la oficialía o la vocería de la verdad de Dios. Mientras seamos historia eso no será posible.


La civilización occidental, de la cual somos parte, se fue abriendo paso al fragor de interminables y crueles guerras lideradas por la Iglesia en las praderas del mundo medieval y del moderno. La Guerra de los 30 Años (1618-1648), por ejemplo, marca una etapa arteramente ríspida de crueldad genocida entre cristianos católicos  y cristianos reformados, guerra de las casas imperiales europeas que se disputaban el control político de Europa, sangría que tuvo que hacer un alto con la firma del Tratado de Paz de Westfalia. Toda iglesia cristiana del mundo debería dedicarle al menos un sermón al año a esta tragedia y con ello reflexionar sobre los incendiarios peligros de mezclar política y religión.


Ciertamente los Estados del norte de Europa llevan bien en su pecho las lecciones aprendidas de la cruel intolerancia religiosa, flanqueados por el alto nivel de responsabilidad cívica de sus iglesias nacionales y de sus ciudadanías. En Costa Rica no existe dicha tradición, no tenemos la madurez cultural de sociedades como la noruega o la sueca, para entender plenamente el lugar que ocupa la religión en una sociedad democrática. Luce mejor prevenir ahora que lamentar violencia después a causa de los venenosos intratejidos que la religión produce. En nuestro medio, entonces, resulta justificado conferir laicidad al Estado como un ingrediente que contribuye a la causa de la paz y la igualdad ciudadana.  Siendo nuestra sociedad tan permeable frente fundamentalismo religioso occidental de cualquier signo, es consecuente en nombre de la libertad y la democracia delimitar con mejor certidumbre las restricciones de lo público en las instituciones religiosas. No es capricho lo antes propuesto, pues no es un secreto que ciertos toldos religiosos buscan denodadamente el poder político, lo cual es muy peligroso como lo ilustra la historia.


Las ideas esbozadas están escritas para ser repasadas al día después de las  elecciones. Quien gane la contienda estará ungido no por un lúcido porvenir, ni por un claro mandato mayoritario, sino por un viacruz.  La persona que saque más votos tendrá lo más cercano a una pírrica victoria. Ni el tirano, ni el corrupto, ni el religioso podrán generar un clima de orden y reconstrucción patria. Los candidatos moderados, en caso de alguno resulte “triunfador”, tendrán un cuesta extraordinariamente empinada que sobrellevar.  No se puede cabalgar al ritmo moribundo de un enjuto caballo, y sirva ello como metáfora de las condiciones en que se encuentra el Estado y la capacidad para gobernar de quien encabece la jefatura de gobierno.  Las opciones responsables son contadas y se limitan en lo estratégico por un par de consideraciones: 1. evitar que la nave siga naufragando; 2. llevar la nave a buen puerto. Lo primero, radica en parar la corrupción, alentar las políticas sociales para los más pobres, controlar la inflación e incentivar la inversión nacional y foránea; lo segundo, significa preparar el camino que permita la convocatoria a una asamblea nacional constituyente, asunto que exige buena letra y un ritmo político apropiado. Encontremos en la resurrección del filósofo y en el ser del poeta nuestro camino hacia la Tercera República sin populismo pero con una honda vocación colectiva por el prójimo.

Allen Perez Somarribas






https://www.elpais.cr/2018/01/25/lectura-para-un-dia-despues-de-las-elecciones/

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