martes, 12 de febrero de 2019

De las utopías


Parafraseando una triste aventura de Mao, China dio exitosamente un “gran salto adelante” con la reconversión de su economía en capitalista, hecho que se inició a mediados de los 70 del siglo pasado.  Si los “mandarines” del partido comunista no cambiaron de nombre, es porque su autocrática burocracia consideró que la construcción capitalista sólo podía darse con una China unida, celosa de su integridad territorial y un mando hipercentralizado. ¿Qué mejor que el Partido Comunista?   ¿Acaso el capitalismo chino y su dictadura no han sido exitosos?
Poco se dice que Deng Xiaoping preparó, sin plena intención, una oleada que en el futuro iba a dar cuenta del derrumbe del muro de Berlín y de la desintegración de lo que hasta entonces fue la Unión Soviética. En todo caso, el discurso utópico chino se ha atemperado, se permite apenas lo suficiente como para que el parque de ilusiones no apague sus luces y la foto de Mao reluzca en el corazón de la plaza Tiananmen.
Considero conveniente afirmar, sin embargo, que la gran utopía política de los siglos XIX y XX, la marxista, no se encuentra en proceso de morir porque ya es cadáver, y los cadáveres no resucitan, porque su caballo de batalla (la dictadura del proletariado) los hechos la probaron inviable desde cualquier arista que convenga verse. La experiencia marxista transitó muchos caminos y décadas, y al final de su hercúlea jornada se quedó sin futuro. Estas son las muertes definitivas. El marxismo revolucionario yace muerto pero no así, parcialmente, el voluminoso espíritu de la obra de Marx, cuyo eje viviente se encuentra en sus obras filosóficas de juventud.
Al genio de Lenin lo doy por irremediablemente perdido, como los oprimidos perdieron a Stalin y los ingenuos a  Trotsky. Este último -un ser humano extraordinariamente culto y aventurado- quizá haya sido, en las cumbres del bolchevismo, el que permaneció fiel  a la muy optimista consigna de la revolución mundial que tanto irritaba a Stalin, su verdugo. Pero quizá hayamos aprendido que los paraísos jamás pueden ser impuestos, que los profetas no son dictadores y que a  los pueblos hay que consultarlos cuando siempre se requiera.
Los estalinismos en Moscú o en Beijing virtualmente monopolizaron el discurso de la emancipación social. Con los dramáticos tsunamis antiestalinistas casi todos los discursos optimistas se fueron al basurero, los falsos y los auténticos. No es que únicamente hayan dejado de ser una moda; todavía hoy se sigue descalificando con rencor todo intento fresco y democrático para establecer otras propuestas utópicas, atacadas con el venenoso muro del repudio y la burla. Un muro sustituyó a otro, y otros endriagos emergieron. La hidra es dura de matar y su aquelarre sigue encendido.
El cristianismo, la gran utopía moral desde hace dos mil años, tampoco ha escapado al rugir de las agrestes circunstancias de hoy, pero con la inconmensurable diferencia respecto a otros discursos utópicos de que éste permanece inquebrantable por ser uno de dimensiones colosales, arquitecto de la Civilización Occidental.
El cristianismo es la identidad fundamental de Occidente, y es el marco de referencia, para bien o para mal, de los dilemas morales de nuestra civilización. El cristianismo es herencia judía, herencia helénica y herencia romana.  La fe cristiana sigue siendo en Occidente la madre de todas las utopías morales, fenómeno del que se ha nutrido nuestra cultura, más allá de la dicotomía “creyente-ateo”, detalle éste bastante marginal en cuanto al dilema utópico.
El mundo recordará como trágica la apropiación estalinista del mundo de las utopías. El efecto ideológico no solamente fue un desastre para las dictaduras comunistas, también lo fue para los pequeños focos  democráticos que todavía bregaban por la revolución social. Ejemplo: el anarquismo. No solamente fue el anarquismo un “daño colateral”, sino también cualquier otro sentimiento liberador de los marginados del planeta. La misma socialdemocracia se fue desdibujando de utopía, vaciando de optimismo, al punto de que hoy se ha vuelto cómplice en muchos lugares de pesadillas políticas. El efecto desmoralizador del neoliberalismo sobre los pueblos es alucinante, pues han anexado a sus cadenas el derecho a soñar, y minimiza los actos de querer y hacer los sueños que las comunidades sueñan, recordando uno siempre que los sueños egoístas y carentes de amor fraterno no son sueños.  
La victoria del capitalismo depredador no fue solamente material, también lo fue ideológica, dando vuelo a toda suerte de teorías sociales “darwinianas” capaces de dar por buena la postración moral de los oprimidos del mundo. Los ribetes histéricos de los nuevos amos del mundo no cesan de responsabilizar a las víctimas de la barbarie social que sufren. Uno es el hecho: en este periodo histórico que nos toca vivir, los discursos sociales democráticos y emancipatorios se encuentran en el duro exilio del desierto, de donde estoy seguro brotarán otros nuevos, ciertamente profundamente antiautoritarios y de radical vocación democrática. Si se quiere, la utopía requerida es una “indisciplinada”, que abjure de lo “totalizante”, que transpire libertad, para no tener que recurrir al discurso distópico de George Orwell, Aldous Huxley y Ray Bradbury, que magníficamente denunciaron la tétrica sombra del totalitarismo en sus obras  (1984, Un mundo feliz, y Fahrenheit 451, respectivamente), asunto frente al cual hay que estar en permanente aviso. Coincido, en todo caso, con el controversial teólogo español Juan José Tamayo, quien afirma que “la utopía es el motor de la historia” porque “sin ella la humanidad se hubiera detenido en un pasado a-histórico y la vida de los seres humanos sería un viraje a ninguna parte sin norte. Sin utopía en el horizonte se impone la barbarie.”
Sospecho que la ética cristiana tendrá un sitio de honor en el advenimiento de nuevas utopías, porque es el cristianismo en Occidente la mayor de las utopías morales que, pese a las crueles adversidades que provienen con fuerza hasta de las mismas instituciones religiosas, tiene un porvenir asegurado. Las tormentas no son eternas, valga decir, y mientras el ser humano siga siendo humano, estará atado a su necesidad libertad y al constante replanteamiento de sus utopías.

https://www.elpais.cr/2019/02/12/del-discurso-utopico/

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