sábado, 2 de marzo de 2019

Mi querido Presidente se equivoca


Querido Presidente
Sepa que lo tengo a usted en alta estima y no me arrepiento de haberlo apoyado para que llegara a ser nuestro gobernante. Sigo pensando que una victoria del candidato religioso nos hubiera hundido en un santiamén. Sin embargo, con  lo de Venezuela, estimado Presidente, usted dio un salto moralmente injustificado en el vacío y políticamente incomprensivo.

La historia abunda en ejemplos de cómo seres humanos inteligentes y de buen corazón erraron en grande en el ejercicio de la función publica, y de cómo no vieron lo evidente y lo correcto. Pero no por ello lo voy a insultar o a denigrar, como acostumbran hacerlo sus críticos de izquierda, los de la derecha religiosa  y no pocas medusas del conservadurismo tradicional.

Como ciudadano me asiste el derecho a criticar su labor, y siento además un deber en hacerlo por haber considerado su propuesta política como democrática, de centro y progresista, que es lo que conviene a Costa Rica, porque tanto usted como yo amamos a nuestra patria, por lo que es una obligación que nos honra mantenerla en la ruta de la democracia, la paz y el progreso.

Usted y yo coincidimos en que el régimen de Maduro es nefasto. Sobre esta valoración en particular he abundado. Los amigos de la izquierda se irritan conmigo. Pero eso es otra historia. Lo cierto es que las razones de Trump para intentar derrocar al presidente venezolano se encuentran en las antípodas de las del demócrata consecuente. Las razones de Trump son groseras, racistas y neocolonialistas. Usted lo sabe muy bien. Trump no tiene en mente la liberación de Venezuela sino su saqueo, su expoliación, para convertirse él en el supremo y soberano usurpador.

Trump revive ahora los momentos más aciagos del “Destino Manifiesto”, doctrina racista, pérfida, que mucho dolor y mucha sangre costó y cuesta a los pueblos de América Latina y el Caribe. Usted lo sabe muy bien.  Las razones de un demócrata para querer un cambio en Venezuela son totalmente incompatibles, de cabo a rabo, con las perversas letanías de Trump.

Un demócrata consecuente no está contra Maduro para robarse el petróleo ni los abundantes minerales de Venezuela; un demócrata consecuente no entrega la soberanía de su patria. Un demócrata consecuente lucha por la libertad y la democracia, por los intereses de las clases trabajadoras, por la emancipación social de toda la nación, y por la superación espiritual de su pueblo a través de la ciencia y la cultura. Absolutamente nada de esto promete Trump, quien es un personaje al que no se le puede llamar presidente ni señor sino ladrón, timador y filibustero. ¿Se enorgullece usted, señor Presidente, de ser socio de un tipo tan despreciable y ominoso no solo para el pueblo de los Estados Unidos sino también para la humanidad entera? Comprendo que usted como Presidente de la República no puede decir ciertas cosas porque su deber es el de procurar relaciones dignas y estables con los Estados Unidos. Pero tampoco se las esconda a su conciencia.  Meditelas. Haga un esfuerzo.

Hay gente en Venezuela y en el mundo que adversa a Maduro, gente que es ruin e inmoral; así también existimos  quienes con responsabilidad y dignidad abogamos por su salida. Pero hay un detalle, señor Presidente, que no debemos pasar por alto: ni usted ni yo somos ciudadanos venezolanos.  

Lo de Venezuela lo deben resolver los propios venezolanos, es un asunto exclusivo de ellos, la malquerencia rencorosa entre sus políticos es un  intrincado dilema que uno no sabe cómo el pueblo venezolano lo resolverá, pero que solo a él toca resolver. Nuestro deber no es diligenciar las broncas entre venezolanos, y sí es lo nuestro mediar cuando todas las partes en conflicto lo pidan, porque es nuestra vocación acompañar a los pueblos en sus congojas.  

Entonces, ¿se vale todo? Usted sabe la respuesta, yo también la sé. Ningún acto político existe -menos uno que provenga del gobernante- desprovisto de su interrogante moral.  En otras palabras: el acto político es imposible en un vacío moral. De ahí que pensar la política únicamente como la producción y acumulación del poder sea muy distinto a proponerla como la posibilidad de hacerle el bien al prójimo, al “otro”. Sí, por supuesto, tengo en mente al filósofo francés, post holocausto, Emmanuel Lévinas, quien junto a Derrida deben ser autores de cabecera para todo gobernante que se precie de demócrata. Dice Lévinas: “el arte de prever y ganar por todos los medios la guerra -la política- se impone, en virtud de ello, como el ejercicio mismo de la razón.  La política se opone a la moral, como la filosofía a la ingenuidad.”  Por eso el ejercicio del poder es una paradoja: si bien es cierto que dicho ejercicio es para el político como el motor de sus deseos, conviene también desacelerar los mismos en favor de los argumentos y la praxis ética.  Porque el gobernante culto y demócrata reflexiona sobre la moralidad de sus actos ante sus conciudadanos. Los actos morales y las concepciones éticas colectivas deben airearse, debatirse, porque más allá de la abundancia institucional, la democracia debe crear las condiciones de su abundancia cultural y libertaria.

El poder político sin obstáculos éticos es pura arbitrariedad, un agente oportunista, como la que asiste a nuestra desastrosa política exterior que se derrumbó innecesariamente en el affaire venezolano. Es decir, nuestra política exterior ha devenido en cuestión de pocas semanas en inmoral, en una sin norte ético.

A decir verdad no lo puedo criticar a usted, Presidente, con toda la justicia debida porque en este actuar su despacho exhibe un defecto: usted no ha hecho del conocimiento general los argumentos, las reflexiones, para fundamentar éticamente sus decisiones que permitieron que Costa Rica se plegara al carrousel del Grupo de Lima, al reconocimiento del “gobierno” fantasma de Juan Guaidó, y a la implícita aprobación de las tácticas aberrantes de Trump. Sin embargo, este lamentable bache no es óbice para sobrevolar con tino lo decidido por su gobierno. En todo caso, todos tenemos una responsabilidad compartida para dar con lo ético, con lo correcto, que es lo que me propongo sugerir. Lea, por favor, lo que con todo respeto le voy a narrar, que simplemente es mi lente moral y ético, y provisto de una emocionalidad que no puedo evitar.

“Cuando los europeos (épocas en que la idea de Europa aún no cuajaba) invadieron las Américas desde el siglo XV, llegaron a nuestras costas directamente a robar con caballos, pólvora y espadas, con borrachos y curas, y luego con puritanos y Biblias.  Nunca Isabel y Fernando, ni los que siguieron, pensaron necesario adquirir las tierras ajenas por la vía diplomática, ni enviar embajadores preguntándole a los nativos por el nombre del gobernante del lugar y con él negociar la adquisición de dichos dominios. ¿Cómo pudo ser de otro modo si eran unos malandros? ¿Cómo no si nunca le preguntaron a los indígenas si querían vender lo que les pertenecía?

Pero tampoco fue un accidente. Cuando los invasores llegaron a América, lo hicieron provistos de una identidad racial blanca ya puesta a prueba contra los judíos, los moros y los gitanos, y también irrumpieron con una teología aberrante capaz de justificar hasta el genocidio. Este paradigma teológico-racista de la política europea se trasplantó con violencia a toda América. Españoles, portugueses, ingleses, y holandeses, todos, nos invadieron bajo dichas draconianas premisas, adornadas con el mote “cristiano” de la salvación.

¿Sigue vigente tan macabro paradigma? Por supuesto que sí y la prueba es Trump. Cuando este energúmeno decide apropiarse a la brava de Venezuela, con el mismo descaro con que los Puritanos lo hicieron en el norte de América en el siglo XVII, la maldición de dicho paradigma sigue cayendo a torrentes sobre los rostros de los pueblos de color, con la consabida complicidad de no pocos criollos que se emblanquecieron y pudrieron con la corrupción.  ¿Qué otra cosa puede ser Guaidó más que un emblanquecido traidor? Violar con sevicia a Venezuela es el acto delincuencial de Trump y Guaidó, y este último, no es otra cosa que el verdugo menor de tan bestial acto. La violación imperial de la Patria de Bolívar es el fondo del asunto, lo que blande el nacionalismo blanco, cuasi fascista, en contra del mal gobierno del presidente Maduro.

Pero mi anticomunismo no me ciega.  No puedo estar de lado de los supremacistas blancos como Trump, porque para ellos nuestros pueblos son cosas desechables, incluyendo los pueblos de color estadounidenses; para él (Trump) somos despreciables, portadores de infecciones, incluidos los traidores emblanquecidos, muñequitos que se pueden quemar y reciclar a merced y a gusto del tirano blanco.

Eso es Guaidó: un títere emblanquecido  por la mierda, que pide la intervención militar a través de una gran e hipócrita farsa que llaman “ayuda humanitaria”, puesta en escena para crear incidentes y justificar una y mil intervenciones militares.  A Jesús veo diciéndoles a los Trump y a los Guaidó “¡Ay de ustedes, escribas y Fariseos, hipócritas que son semejantes a sepulcros blanqueados! Por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.”  Hipócritas que son, que ni lágrimas de cocodrilo tienen para los dolores y partos de miseria en Honduras, o en Haití, o en Puerto Rico, naciones aplastadas por el oprobio del racismo, naciones negadas de democracia y autodeterminación.  Me niego a ser parte de este circo mediático que pone al descubierto la maldad de ciertas y poderosas élites blancas de Europa y los Estados Unidos.

Uno de los más grandes intelectuales del siglo XX en los Estados Unidos, W.E.B. Dubois, eminente sociólogo y Pan Africanista, dijo en 1924:  "El problema del siglo xx es el de la línea divisoria del color". Mucho antes, en 1856, estuvimos a punto de ser esclavos por no ser “blancos”, constructo social ideado por los explotadores. No es hasta adentrado el siglo XX, en 1953, cuando los negros pudieron votar por vez primera en nuestro país. El siglo XXI, hoy, parece signado por las emblemáticas fronteras de los poderosos de Europa y los Estados Unidos para convertir a los continentes “pobres” en auténticos guetos, en monumentales prisiones para los desheredados de la Tierra. Nos recolonizan para robarnos y oprimirnos, igual que lo hicieron hace siglos los primeros conquistadores.

Toda esta recolonización de Venezuela no la agradecen los pueblos de color de los Estados Unidos. Los afrodescendientes no olvidan el secuestro y el sufrimiento de millones de africanos convertidos en esclavos, ni los latinoamericanos que vivimos al sur del Río Bravo ni los que lo hacemos en los Estados Unidos (ciudadanos o no del imperio) podemos echar por la borda nuestra memoria histórica que dolorosamente evoca el despojo del 55% del territorio mexicano, ni la ocupación de Nicaragua, ni la de Haití, ni la de Panamá, ni de la República Dominicana, ni la de Puerto Rico, ni la de Cuba; tampoco se ha de olvidar la cruenta historia de golpes de estado auspiciados directamente por Washington. Los “arios” nos han herido desde siempre y ahora nos siguen hiriendo, nos ruegan amnesia y servilismo. Ni uno ni lo otro. Se prohibe olvidar para no ser serviles. En Costa  Rica es hora de releer nuestra historia para que se entregue a nuestras mentes un nuevo discurso liberador, afín a nuestra hora y a nuestra libertad. Lo de Venezuela, ciertamente, nos despierta y nos alerta de los sinuosos caminos que podemos enfrentar.

¿Qué pudo haber hecho Costa Rica a propósito de Venezuela? No otra cosa que ser fiel a su tradición pacifista. Los costarricenses estamos orgullosos de ser una democracia desarmada y pacifista. Somos una democracia que apuesta por el diálogo y la racionalidad, por la buena voluntad en la resolución de los conflictos. Uno esperaría que todo este arsenal ético, tan propio de los costarricenses, se hubiera reflejado en una política exterior moralmente constructiva y latinoamericanista. Pero seguimos la senda equivocada. Le hemos echado más gasolina al fuego. Nos hicimos alfombra de Trump de la mano de impresentables como Jair Bolsonaro y Juan Orlando Hernández. Cuando apenas empezaba a escribir este texto tuve noticias de que un grupo de hampones venezolanos, dirigidos por la sinverguenza María Farías, asaltaron la embajada venezolana en Costa Rica. Nuestra cancillería protestó pero eso no es suficiente. La expulsión de nuestro territorio de estos malandros es un imperativo para poner coto a los desmanes de estos “emblanquecidos”. Nuestro país cayó en el ridículo.  Entonces, ¿quién manda aquí, los hampones venezolanos o el gobierno nacional? No debemos ni podemos olvidar la gloriosa máxima pronunciada por Benito Juárez: «Entre los individuos, como entre las Naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz»

No podemos caer en la amnesia. La memoria histórica es sagrada.  Lo del filibustero William Walker, asunto que hoy tiene que ver con la crisis venezolana, debe contarse con pulcritud y honradez. ¿Qué hicimos los costarricenses en la gran Campaña de 1856? Ni más ni menos que derrotar al imperialismo. Derrotamos los intentos de Walker para anexar nuestra tierra a la estructura esclavista y racista de los Estados Unidos. Derrotamos sobre el terreno a la Doctrina Monroe y a la del Destino Manifiesto. Aquí como en Nicaragua existieron los criollos “blanqueados” que se arrodillaron ante el imperio; son los mismos que aquí, después de la guerra, fusilaron a Juanito Mora. Son los mismos que en Nicaragua coronaron de laureles al opresor de Walker. Antes que el cipayo blanqueado de Guaidó se autoproclamara presidente por encargo, antes lo había hecho Walker en Nicaragua por obra de “la providencia” y los traidores. Walker abolió ahí la prohibición de la esclavitud e impuso el inglés como idioma oficial, junto al castellano. Esas, y no otras, eran las perspectivas para Costa Rica. La disyuntiva de Venezuela hoy la ha impuesto el imperialismo. No podemos permitir que Trump siga inflamando el paradigma racista en nuestro continente.  Con el comunismo y, en particular, con el castrismo, me asisten graves diferencias. No obstante ello, es un deber hacer causa común con todo aquel ciudadano digno que enfrente la recolonización de nuestros pueblos, porque no hay que ser comunista ni admirador del Che Guevara para defender la independencia de América Latina, como así lo hicieron Augusto César Sandino y Pedro Albizu Campos, próceres de Nicaragua y Puerto Rico respectivamente.”



Señor Presidente, esto es lo que le quería contar, compartir con usted mi desilusión ante la pésima política exterior de su gobierno. No refleja lo que históricamente hemos sido: una democracia especial y duradera. Lo de Venezuela es para mi un asunto moral y de principio. Tenemos un prestigio (que no sé cuánto más vaya a durar) que nos hubiera permitido defender los principios de la libre autodeterminación de los pueblos y el de la no intervención en los asuntos internos de otros Estados, no poca cosa que nos hubiera facultado para abogar por el diálogo y la paz, pero parece que este capital moral lo hemos echado por la borda.  Usted está muy joven y le queda mucho por aprender, y sería muy ingrato que usted pasara a la historia como un cómplice del avieso Trump. Usted, tanto como yo, compartimos un repudio hacia los regímenes autoritarios de izquierda, pero el fin no justifica los medios, porque los medios deben pertenecer al terreno de la moralidad, no solamente los objetivos o los fines. La lucha por la democracia y la justicia social tiene fundamentos morales como éticos, y no es conveniente que la doctrina racista del “Destino Manifiesto” sea admitida, porque atenta contra la dignidad de nuestros pueblos latinoamericanos. No se agache. Examine su conciencia y rectifique. Se lo pido porque usted es el Presidente de todos los costarricenses.

https://www.elpais.cr/2019/02/21/mi-querido-presidente-se-equivoca/

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