martes, 8 de enero de 2019

La vía costarricense a la democracia (segunda parte)

En la primera entrega de este ensayo se presentó un esbozo de la trágica negación de la Democracia de parte del socialismo estalinista y del socialismo hitleriano. Ambos socialismos fueron críticos de las democracias liberales, consideradas por éstos como absolutamente decadentes e incapaces de materializar el “paraíso” debido a los pueblos del mundo. Me extendí con el estalinismo por ser una corriente política que tuvo mucha influencia en América Latina y el Caribe. En esta segunda parte, propongo una serie de “disparadores” sobre la Democracia que puedan servir para animar una conversación honesta sobre la Democracia y, en particular, sobre la democracia costarricense, a propósito de la cercanía en el 2021 del bicentenario de la independencia patria.

La Democracia y la II República
Propongo (no decreto) de que, en efecto, sí existe una vía costarricense a la democracia, con características propias. En el 2021 se cumpliran 200 años de vida independiente y de una rica experiencia republicana.  Ya se cumplieron 70 años de tener una democracia sin ejército, es decir, casi un tercio de tiempo desde 1821. 70 años sin golpes de Estado ni dictaduras. Sobran las razones para asombrarse y causar asombro en el mundo, porque la humanidad sigue siendo políticamente violenta.  No es para desdeñar el esfuerzo de una sociedad, como la nuestra, que no ha permitido que la economía del sufrimiento bélico engendre retablos de horror. El aquietamiento de la violencia política, practicado por décadas, es ya una virtud política y moral. Una sociedad es más amiga de la felicidad cuando  aprende a sufrir menos, cuando le ha dicho adiós a las armas.

La década de los 40 del siglo pasado señaló lo que hoy somos. A principios de dicho tiempo, una coalición comunista, católica y burguesa legisla las garantías sociales que hoy conocemos; pocos años después estalla una guerra civil cuyo bando vencedor, el anticomunista, funda la II República, que lejos de convertirse en un foco reaccionario, se convierte en propulsor de un Estado Social que modernizó al país,  y estimuló el ascenso social, dando pie a una significativa clase media.

Es curioso afirmar que los derrotados en 1948 no lo fueron del todo, pues lo que habían conseguido en términos de garantías sociales, ellas mismas fueron incorporadas  al proceso fundacional de la II República. La Revolución de 1948 fue una revolución en su mejor significado, situación que debe considerarse un parteaguas histórico fundamental de transición entre una Costa Rica antigua y otra moderna, emergente en dicho trance. No deja de ser interesante señalar como dos bandos antagónicos lograron acoplar, quizá sin sospecharlo en toda su dimensión, dos proyectos de sociedad que juntos lograron complementarse. No es el propósito de este corto ensayo ahondar sobre la Revolución del 48 (reconozco que hay una tendencia de estudiosos que la llaman “guerra civil” y no “revolución”) porque lo que estoy tratando de exponer son las repercusiones políticas de una época en el desenvolvimiento de nuestra democracia. Porque dos resultados saltan a la vista como productos de dicho periodo: el establecimiento de una democracia estable y la irrupción de una paz duradera.  Ambos logros contaron con el aporte de una garantía fuera de serie: la proscripción del ejército. El pueblo de Costa Rica debe de ejercitar su asombro frente a estos hechos; su disfrute se ha vuelto moneda común, y ello es maravilloso, pero no en detrimento de la capacidad colectiva de apreciación y de asombro.

Una cosa parece cierta: Costa Rica ha caminado desde el 48 a la fecha sin conciencia de la II República, asunto que dice mucho del ánimo poco mezquino de sus fundadores. Sin embargo, al acercarse en el 2021 el bicentenario de nuestra independencia, parece obligado hacer una evaluación de ella en relación con el tema que nos ocupa: la Democracia. Al efecto, solamente se ha de subrayar, en esta ocasión, algunos pocos aspectos fundamentales que explican los contornos y vigencia de nuestra democracia.  

Después de todo, contamos con décadas exitosas de paz política y de elecciones ininterrumpidas. La vía costarricense a la democracia es un hecho constituido e institucionalizado, es decir, no se está frente a un dato hipotético,  sino ante una larga praxis democrática que necesita pensarse y reevaluarse como nunca antes.

Cobra esto último mayor significado en tanto se reconoce que la sociedad costarricense tiende solo a vivir su democracia, sin dedicarle siquiera un modesto tiempo para evaluarla, redimensionarla y transformarla en un fenómeno mejor. No otra cosa puede ser la democracia sino obra de los pueblos y, por ello mismo, urge de ellos una reflexión colectiva sobre el tema, una que tenga un cariz creativo y poco complaciente.  

La abolición del ejército en 1948, consagrada en el artículo 12 de la Constitución Política de 1949, es la mayor novedad política del país.  Los costarricenses estamos habituados a vivir sin ejército y casi es inexistente el fervor sentido por tan extraordinaria hazaña. La Constitución de 1949, no solamente nos blindó del militarismo, sino que también construyó el andamiaje político-jurídico del Estado social, aparte de esparcir un gusto popular por las libertades fundamentales del ser humano.  

Felizmente la abolición del ejército coincidió, unos días después, con el nacimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.  Costa Rica tiene, desde entonces, su propio proyecto político, aparte del de la Revolución Cubana y aparte de el de las dictaduras filofascistas en América Central, Suramérica y del mismo México con su PRI.

Costa Rica navegó, diríase que invicta, los infernales mares de la Guerra Fría. Ello le permitió a la nación invertir en infraestructura, salud y educación. La paz política del país es, sin duda, nuestro mejor activo humano e institucional. En los próximos párrafos compartiré unas reflexiones sobre la Democracia en relación con una tríada esencial: libertad, cultura democrática y derechos humanos.

Lo que más aflige al ser humano
En el fondo, lo que generalmente más aflige al ser humano no es otra cosa que la injuria que causa la pobreza. Cuando no hay un techo seguro, cuando en una familia el alimento escasea y cuando la esperanza se convierte en amargura, no otra cosa vive el pobre que su desventura. Y en nuestra patria hay mucho de ello y demasiada pesadumbre, pues aparejada a la pobreza crece un ánimo de desesperanza multiplicado por mucho, sobre todo, en las zonas costeras de nuestra geografía y en las míseras barriadas de la ciudad.  Una de las misiones centrales de nuestra democracia es la remediar dichos cordones de pobreza.
Una democracia que se precie de ser social, siempre tendrá ella como consigna fundamental la aspiración del pueblo a la movilidad social. No hay duda que la mayor presea que un programa político le puede ofrecer a un pueblo no es otro sino el de la movilidad social. Ello le demanda al político un plan, un modelo de economía que no será mágico sino progresivo. Pero la esperanza tiene que estar ahí de manera muy manifiesta y explícita, traducida también en el lenguaje vernáculo de las masas.  

Somos una nación modesta, con un ingreso per cápita mediano, que ha optado por la estabilidad democrática, y que en las últimas décadas ha tenido la dicha de caminar con su experiencia sin los sobresaltos del militarismo y los golpes de Estado. Para la mayoría de las gentes del mundo esto constituye -para nosotros- una bendición inconmensurable.

Una criterio para medir a nuestra democracia
Hay naciones que deben empezar de cero para construir sus democracias. Costa Rica, no. Ya llevamos mucho trecho recorrido. No obstante ello,  la democracia nunca debe considerarse obra terminada, porque es como la Libertad que no entiende de fronteras ni de confines. La democracia es apenas una de las necesidades de la libertad social y como ésta ella se encuentra siempre en constante ebullición y construcción.  

No se vale la autocomplacencia cuando nos comparamos con naciones no tan afortunadas. Que la estatura de nuestra democracia se mida con una vara propia y singular, una que se atenga a nuestras potencialidades, es lo que nos conviene; que no nos inunden aires de superioridad, ni tonteras chauvinistas, es un recordatorio que nunca sobra. Lo nuestro es con nosotros mismos; no es asunto del hermano mayor, tampoco asunto del hermano menor. Brillemos los costarricenses con luz propia.

La violencia
No es que vivamos tiempos violentos; es que todos los tiempos son y han sido violentos.  La violencia es un material, entre los fundamentales, con el que la historia de la humanidad se ha construido a la fecha; lo dicho no es, sin embargo, motivo alguno de celebración, sino dolorosa constancia de un hecho puro y simple. Sin embargo, asiste al ser moral, pensar que no debe ser así. Porque la violencia engendra dolor, una pauperización del alma colectiva.

Cuando menciono la palabra “violencia”, me refiero a una en particular: a la violencia política. Ella parece provenir de una cierta predisposición natural que nutre una celosa exclusividad, en esencia tribal y territorial, por el que una colectividad mata y muere. Sin propiedad, sin tribu y sin territorio, estas reflexiones no serían necesarias, menos serían un asunto de la Democracia tal como la conocemos hoy.

En todo caso, son muchas las tribus, muchos los territorios, e incontables los recursos naturales en disputa.  Llámese la tribu, por ejemplo, Estados Unidos, China, India, o Rusia, cada una de estas tribus mayores se encuentran   repletas de más tribus en su interior. Ya se comprenderá la razón, para decir lo menos, por la que se considera al humano un animal muy “incómodo” por naturaleza. La Democracia nos abriga mejor en un mundo desdichadamente hostil, en un mundo donde el soldado importa más que el maestro.

La Democracia no es una promesa  
La Democracia no conlleva como portaestandarte un planteamiento optimista. Tampoco es pesimista. No es la promesa de un final idílico. No hay final, no hay idilio.  Sabe que el paraíso es una quimera, que ofrecer el paraíso es una irresponsabilidad y que imponerlo un crimen. La Democracia no es necesariamente el equivalente de la igualdad y la justicia. No es ella una varita mágica. La democracia contemporánea es un concepto (no necesariamente reflejado en la realidad)  que invita a ser encarnada por el ser humano conforme a sus posibilidades históricas. La Democracia nunca es idéntica a sí misma; nunca vive quieta, evoluciona o involuciona. La Democracia es un acto intencional, un acto buscado y querido. La Democracia no nació para ser contemplada pasivamente sino para ser ejercitada. La Costa Rica del Bicentenario debe hacer una pausa y meditar en ello.

Cuando las demandas democráticas se convierten en ley, sea cuando se institucionalizan, ya crea el desafío de su propia superación. Hoy el matrimonio igualitario, por ejemplo, es una demanda que busca una nivelación social dentro de la institución monogámica del matrimonio.  

La Democracia y la inclusión del prójimo
La democracia institucional nunca es una democracia realizada. Ella nunca se cansa de tocar a la puerta. Siempre se preguntará quién o quiénes  han quedado por fuera de la nueva resignificación. Una democracia saludable se cuestiona a sí misma, se mira al espejo y se siente insatisfecha. La Democracia es y siempre será una aspiración y nunca un libro acabado. Su pulsión deriva de las necesidades de la Libertad, de los efectos que  produzcan los desvelos y debates que tengan entre sí los miembros de una sociedad. En fin, dicha pulsión dependerá del nivel de la cultura democrática que la nación exhiba.

Una Historia de la Democracia podría demostrar que una de sus características radica en su vocación para ensanchar o ampliar la responsabilidad de la gente en los asuntos públicos. La Democracia brilla ahí cuando desafía sus propios límites e incluye a nuevos sujetos históricos.  

La sola proposición de que todo ser humano es igual en decoro y en derechos por tener una dignidad que le es propia, inherente a su condición de humano, es una abstracción que fue imposible de concebir como norma general en casi toda la historia de la humanidad.  La democracia moderna recién ha nacido, todavía habrá de gatear durante mucho tiempo más, quizá siglos, pero siendo optimista y sin importar el cúmulo de conflictos que enfrente, se espera que se distinga por su progresividad, su vocación inclusiva y su visión amigable de la  otredad y la paz. La ética de la Democracia es, entonces, el prójimo.

Los tiempos de la democracia
La Democracia, como norma deseada de comportamiento general entre las naciones, debe de incluir entre sus metas la consecución de la paz en todas partes.  Es una aspiración que debe transmitirse de generación en generación, de siglo en siglo. La Democracia se cuece a fuego lento y es de lentitud desesperante para el mortal que en toda la puesta en escena vive menos que un instante. No obstante ello, los “impacientes”, en sus diferentes versiones, han sido grandes protagonistas de la Historia, unas veces para bien y otras veces para mal.  

La paz democrática universal no es una posibilidad que exista a la vuelta de la esquina, tampoco se insinúa en el mediano plazo; es una eventualidad que se anuncia todavía remota en el horizonte de las posibilidades que, sin embargo, urge del más decidido activismo presente en aras de su promoción. Por lo que siempre habrá responsabilidades presentes, casi todas urgentes. La lucha para hacer avanzar la causa de la Democracia es también una lucha moral que es hija del tiempo presente.  No importa cuán lejana se encuentre en el futuro una particular visión democrática, lo cierto es que las tareas de su construcción no desaparecen en el tiempo inmediato.

El origen de la Libertad ahora como problema democrático
La Libertad no es una feliz idea, es una necesidad que puede terminar siendo feliz.  Una necesidad que nació desafiando la muerte, una necesidad envalentonada  frente a las inclemencias de la naturaleza, una necesidad que nació en la caverna. Fue también una necesidad hecha rebelión para  defender el propio cuerpo físico de la dominación social, y una necesidad para defender el alma de la humillación. La búsqueda de la Libertad se introdujo como la mayor de las preguntas de la Historia; paradójicamente la Libertad no es una opción, sino una imposición (fatalidad si  se quiere) propia de nuestra evolución biológica y de nuestra aleatoria constitución psíquica.

Cultura democrática y lo antinatural de la Democracia
Se afirma que la democracia no se cubre de manteles largos si su sustrato, la ciudadanía, no se compone de individualidades más o menos democráticas, o , cuando la cultura democrática de la nación carece de la universalidad que ella requiere. Dicha cultura existe en nuestro país, pero todavía se encuentra lejos de ser óptima o suficiente. Ciertamente la democracia es hueca sin justicia social; porque no se ha de aspirar a cualquier democracia, sino a una que propicie la emancipación social y la equidad económica.

La cultura democrática es aprendida. La gente no tiene un instinto democrático innato; no nacemos anhelando dejar de lado nuestros propios deseos en favor de las decisiones de la mayoría. La democracia es un hábito adquirido. Al igual que la mayoría de los hábitos, el comportamiento democrático se desarrolla lentamente, con el tiempo, a través de la repetición constante. Es decir no somos demócratas por naturaleza; es más, por naturaleza somos ciertamente lo contrario de ella.  Y este hecho es el mayor obstáculo en la construcción cultural de una democracia.

La Democracia y su mesa
Desde que los griegos de la Antigüedad concibieron como buena la participación de los Demos en el gobierno de la ciudad, sus ciudadanos (entonces una categoría muy restringida), aprobaron la incipiente idea del gobierno del pueblo, uno capaz de dirimir las contradicciones de la polis a través del voto mayoritario o por sorteo, como ocurría en la Grecia de Sócrates.

Una Historia de la Democracia podría demostrar que una de sus características radica en su vocación para ensanchar o ampliar la responsabilidad de la gente en los asuntos públicos. La Democracia brilla ahí cuando desafía sus propios límites e incluye a nuevos sujetos históricos.  

A la mesa de la Democracia no a todo el mundo se invitó y no siempre, para quienes llegaron, la mesa estuvo servida. La Democracia no es una dulce historia; es una historia signada por picos de mucha violencia, por graves retrocesos y esperanzas fallidas.  Pero también es una de las cumbres en el sobrevenir histórico de la humanidad. Quizá sea la mejor oportunidad para dejar atrás (en algún futuro probablemente lejano) la pérfida costumbre de la guerra y del despojo material, y la pesadilla del consumo ilimitado de los tétricos poderosos.

La Democracia y la inherente dignidad del ser humano
La sola proposición de que todo ser humano es igual en decoro y en derechos por tener una dignidad que le es propia, inherente a su condición de humano, es una abstracción que fue imposible de concebir como norma general en casi toda la historia de la humanidad.  La democracia moderna recién ha nacido, todavía habrá de gatear durante mucho tiempo más, quizá siglos, pero siendo optimista y sin importar el cúmulo de conflictos que enfrente, se espera que se distinga por su progresividad, su vocación inclusiva y su visión amigable de la  otredad y la paz. La proeza democrática de Costa Rica es invaluable y la gran mayoría de sus habitantes no lo saben aunque la vivan. Llegó la hora de registrar dicha proeza en las coordenadas de un discurso consciente nacido de la reflexión, porque hay que salir del letargo mental que induce a creer que nuestra democracia es una aparicion magica  y no fruto del empeño consciente.

Conflicto y Democracia
La naturaleza toda es encuentro y desencuentro, choque y acomodo, en su más puro sentido ontológico.  En el pensar humano la necesidad de la Libertad es conflicto permanente, sea poco o sea mucho, porque siempre, invariablemente siempre, enfrenta  problemas que piden ser resueltos.

Esta cualidad de la vida humana (la de preguntar y resolver) nace también con la propuesta de la Democracia.  La Democracia es por su naturaleza una de conflicto permanente y una respuesta frente al conflicto permanente. El conflicto puede darse sin democracia, pero  la Democracia no sería tal sin conflictos, porque los conservadores la prefieren como está configurada, con pocos cambios, sin nuevos paradigmas; porque los reaccionarios quieren que retroceda, abanderando ellos la exclusión social y el autoritarismo; y porque los renovadores traspasan los límites o las fronteras de la democracia instituida para desafiarla y en dicha bravata ensanchar la Democracia hacia el “otro”, hacia el “invisibilizado”, y hacia el discriminado.

La vocación histórica de la Democracia es incluir; pero no se incluye con proyectos políticos que desdeñen los fundamentos de la misma.  La Democracia es contienda, sea ésta buena o mala, y acepta como deseable el resolver pacíficamente los conflictos sociales. Esta razón es muy nueva en la historia de la humanidad y bien vale la pena recalcar su novedad.

Democracia y Derechos Humanos
Repasando la historia universal puede notarse cómo se privilegió, hasta muy reciente, la idea del poder como intimidación, violencia y guerra. No es que ahora hayamos desterrado de la política tan lamentable visión. En la práctica seguimos siendo muy violentos.  Pero el punto a subrayar es otro: que por vez primera las naciones y los Estados han aceptado que la Democracia y la Paz sean objetivos racionales, necesarios y justos para la convivencia social. Arabia Saudita es, por ejemplo, una excepción a esta norma. Afortunadamente la abrumadora mayoría de naciones aceptan que la Libertad y la Democracia son bienes comunes deseables para toda sociedad sin excepción.

Lo inédito es que los mencionados y deseados principios son hoy de aceptación universal, máximas que han ido calando gota a gota en la conciencia de la humanidad.   La Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948),  entre otros documentos, son un parteaguas colosal que en el tiempo de la humanidad apenas sucedieron, a lo sumo, hace un momento atrás. Son dichos textos, y otros muy importantes de ellos derivados, los que pautan los contenidos de la Democracia moderna.

La Democracia y las “verdades absolutas”
La Democracia práctica debe sobreponerse a toda metafísica. Una metafísica de la Democracia compagina bien en los estantes de la Filosofía. La idea de la “verdad absoluta” niega en la política el espíritu democrático de lo cívico y del gobierno. La proclividad de las “verdades absolutas” se encamina por las veredas del desprecio y la exclusión hacia el prójimo.  Las “verdades absolutas” en la política son la negación de la Democracia, y dicha negación es hiriente cuando dicha metafísica encuentran eco en las instituciones del Estado, sobre todo, en sus Supremos Poderes.

La aspiración por el Estado laico no es caprichosa; ella  busca frenar la injerencia de la metafísica en los asuntos públicos. Ciertamente los absolutismos  pululan en la vida social y de hecho se manifiestan como fuerza política: compiten en las elecciones y hasta puede que ganen.  Ante tan grave amenaza los demócratas liberales y los socialistas libres solamente tienen un remedio: disputarle con los votos y el debate ideológico el poder político-cultural a los absolutismos de toda factura.

La Democracia y el autoritarismo
Postular una “democracia solo para los demócratas” no es ninguna belleza; todo lo contrario, es un contrasentido, un absurdo autoritario, porque en el seno de las democracias perfectamente pueden incubarse perversiones autoritarias que no  deben ser censuradas en razón de los propios principios democráticos.

Cuando se habla de demócratas liberales y socialistas libres me refiero  a ellas como corrientes políticas comprometidas con los mecanismos democráticos de una nación y con el ideario liberal emancipador que dio origen a la propuesta democrática moderna, cuyo eje vivificante son los Derechos Humanos.  Por ello cabe distinguir entre el socialismo libre y el socialismo autocrático, entre el liberalismo y el neoliberalismo autoritario. El demócrata consecuente de cualquier signo político es irreductiblemente un enemigo (más que un adversario)  de toda expresión autoritaria venga de donde venga. Porque, en el fondo, la Democracia es la Libertad hecha Política.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario