lunes, 11 de junio de 2018

¡Tranque y barricada!, es la consigna

No es grato, ni emocionalmente sencillo, deplorar al régimen del FSLN; miles de costarricenses contribuimos, en diferentes capacidades, desinteresadamente, a la victoria de un 19 de julio de 1979, cuando las campanas de la catedral de Managua repicaron jubilosas, celebrando la liberación de Nicaragua con la caída de la dictadura. La simbología del FSLN, su bandera, su himno y hasta su bandera, nos evocan con fuerza el clarín de una alborada política que nacía hondo en el pueblo. El verdadero sandinismo es sinónimo de rebeldía, y ese hecho lo hace trascender al propio sandinismo institucional. De hecho, la presente insurrección es una continuidad del auténtico espíritu sandinista, azul y blanco en su esencia, e insurgente por su potencia. De modo, pues, que lo que en adelante leerán es un modesto guiso hecho de recuerdos y del “ahora ahorita”, de este momento preciso.
Costarricenses como Carlos Aguero Echeverria, hijo de madre tica y padre nica, ofrendaron sus vidas por la libertad de la atormentada nación; su nombre, el de Carlos, nunca lo aparté de mi mente, porque su funeral, acaecido en nuestro Cementerio General en 1977, en un mes que no preciso, causó un impacto profundo en mi psiquis de adolescente, que siempre llevaré en el corazón, no precisamente por ser este un sentimiento complaciente, sino porque de nuevo era testigo de un dilema que tenía que ver con el sacrificio y la muerte. Antes, en 1973, ya me había angustiado este dilema, con la inmolación ominosa del querido y siempre recordado Salvador Allende, el compañero presidente y el demócrata más consecuente de América. De cierta manera, el triunfo de la insurrección del 19 de julio, alivió mi amargura frente a la tenebrosa, fría y larga noche fascista que en Chile se instaló por muchos años.
Nunca en mi vida, y en la vida de incontables personas de Nicaragua y del mundo, el cielo estuvo tan azul ni tan rasgado por el verde brillante de las montañas y los valles, de un sol que anunció una nueva aurora, un porvenir soñado por toda una nación y fecundado por la simiente de sus mártires. Nunca en mi vida vi tanta osadía y tanta ternura reunida, tanta entrega desinteresada y tanta mirada limpia, como en aquellos tiempos de heroísmo.
La indomable épica de la Revolución Sandinista, su pureza, sigue presente en el corazón de los agradecidos con la vida. Por eso, y quiero que se lea bien, la Revolución Sandinista de 1979, no puede su autoría ser confiscada por el directorio de los 9 comandantes del FSLN, ni por los 32 comandantes guerrilleros, ni por gobierno alguno, y menos por una pareja; guste o no, la Revolución fue obra de las masas, de esos braceros anónimos multiplicados por un millón. Ellos y ellas son los eternos autores de esta heroica epopeya. No existe ninguna legitimidad moral e histórica para secuestrar a título personal, por impecable que sea un prontuario revolucionario, la memoria y el prestigio de una proeza que pertenece al pueblo, a todo el pueblo, a sus mártires y a sus muertos, a los sacrificados de este instante.
Me unían a Nicaragua lazos de sangre, mi madre, Brisa Marina, nacida en Corinto y una de mis tías, doña Merche, oriunda de León, se habían venido a Costa Rica buscando mejor vida en la década de los 40 del siglo pasado; junto a ellas se vino mi abuelita Mercedes, Mercedes Somarriba, una comerciante leonesa que conoció a Sandino y al viejo Somoza García en el restorán de ella. En Costa Rica, fueron testigas de la zozobra que produjo la guerra civil del 48, en la que don Pepe salió triunfante. Como es usual, los migrantes se mueven con pocas pertenencias, y mi abuelita trajo pocas y una única foto grande enmarcada: la de Rubén Darío. El asunto es que estas valerosas mujeres, en 1979, sorpresivamente, sin sospecharlo yo por la apoliticidad de ellas, se embarcaron en cocinar muchos nacatamales, para donarlos gratuitamente a la causa sandinista, en ese incesante esfuerzo por dotar de recursos materiales a la causa. Recordando esos años, no dejo de admirar la multitud de estampas mentales que desde el anonimato y la sencillez, desde el más absoluto desinterés de corazón, dieron vida al ideal sandinista de libertad y rebelión.
En el 2019 se cumplirán 40 años de aquella hermosa y dolorosa proeza, y como todo en la vida, esta nos recuerda que todo cambia, a veces para bien y a veces no tanto; nos recuerda el bullir de las estrellas, el tenue silbido de los arroyos que no se detienen, y la criatura nueva que nace de su madre. Los acentos de la vida son prodigiosos y magnífica es la levadura sublevada de la libertad. El “compañero” Ortega ya no lo entiende y dejó de entenderlo hace rato. Como quisiera dibujarle en sus ojos, en su pecho, un corazón a la izquierda, y un clavel rojo en su memoria. Como animarlo para que regrese a la cuna y a la desvencijada guitarra del campesino solitario que tararea un sonsonete bajo una luna entre tibia y llena. El poema de Nicaragua sigue cantando, hoy herido y de cara a la vida, como siempre lo hace, como el Momotombo que cuece en silencio, en sus entrañas, un fuego que no olvida detonar su fuerza en el momento preciso. Este es el canto de nadie que a todos pertenece, y es la espuma que al mundo sorprende, cual el verso de Darío que a los sentidos atrapa y seduce.
Si el presidente Ortega hubiera tenido una mente ágil, si hubiera conservado la chispa juvenil de aquella lumbre febril que derrocó al tirano Somoza, si su corazón hubiera sido solícito al dolor y a la frustración de los estudiantes, quizá otra habría sido la historia ese 19 de mayo cuando se instaló el Diálogo Nacional. Después de todo, el Presidente tenía a su favor el haber contribuido decisivamente a la pacificación y a la reconciliación de los nicaragüenses, y fue un hábil arquitecto del pacto social con los empresarios de los últimos 11 años, que le permitió a Nicaragua salir a flote con indicadores macroeconómicos positivos. Tristemente, el presidente Ortega, dilapidó dicho capital en menos de 2 meses. Incluso la ciudad de Estelí, conocida por su heroicidad y lealtad al sandinismo, le ha dado la espalda al orteguismo, porque ni de lejos se mira la justicia que la madres de los mártires exigen para sus hijos, nombres entre otros como los de Alberto Obregón, Orlando Pérez, José Manuel Quintero, Franco Valdivia, Dodany Castiblanco, Jairo Antonio Osorio, cuya sangre se ha regado impenitente en el corazón de toda un nación.
Si es por razones políticas, si es por el sagrado derecho a protestar pacíficamente la injusticia y expresar la disidencia de la propia voz, que un ser humano muere o es herido, entonces la democracia deja de ser ella, o, se está frente de una dictadura. Claro que la muerte de un joven sandinista debe doler, al igual que la muerte de un policía o la de un seguidor del orteguismo; pero se equivoca el presidente Ortega al querer fingir cínicamente, que en la presente crisis hay dos bandos disputándose la calle, con un tercer factor encarnado por él mismo, por su esposa o su gobierno; no, presidente Ortega, no hay 3 sino 2 bandos desiguales, uno armado, el que usted dirige, que controla el Estado y el partido, que controla el fuego disparado contra las multitudes desarmadas y que corrompe a los jóvenes sandinistas para convertirlos en turbas letales, ese es su bando, uno que existe bajo su absoluto control. 

El otro bando, el que lucha por una Nicaragua democrática, es el bando que se autoconvocó, desarmado, el que pobló las calles y avenidas del país con cientos miles de almas; es el bando que ha puesto casi todos los muertos, es el bando de los obreros y estudiantes, de los campesinos y los obreros, el bando de los intelectuales y los empresarios honestos, porque este bando se llama Nicaragua y es el bando que no necesita ser forzado para hacerse presente en las multitudinarias manifestaciones. Si quiere, presidente Ortega, llame turba a toda Nicaragua y señoritos a sus matones, pero no mienta simulando ser el gran padre que vela por el bien de todos los nicaragüenses, cuando en la realidad usted no es otra cosa que el críptico custodio de sí mismo; ese es su bando, el bando del autócrata en su laberinto.
Cuando la voz firme del joven Lesther Alemán, sorpresivamente, puso en su lugar el decorado de la reunión y abrió el ventanal de lo esencial para exigir al gobernante el cese inmediato a la represión, entonces, el cuidadoso guión preparado por Ortega se vino al suelo, tan al suelo que no pudo recuperarlo.
No le toca a la juventud entender los vericuetos existenciales y morales del presidente Ortega, porque toca al gobierno acercarse al pueblo, escuchar sus lamentos y la salmodia de sus alegrías; toca al gobernante atender las urgencias de su pueblo, toca protegerlo, porque el gobernante en una democracia es un subordinado del pueblo, y un custodio de sus bienes, incluyendo del bien que protege la vida misma. Un presidente que no se comprometa en los hechos a defender la vida de sus administrados, es un presidente que pierde legitimidad, autoridad moral y legal para seguir gobernando.
La crisis nica es un testimonio de que las libertades básicas conculcadas o condicionadas, como las libertades de reunión y de expresión, no son cosas menores que los pueblos olvidan y que, por el contrario, son derechos fundamentales de control ciudadano sobre sus gobernantes, para levantar la protesta frente al abuso y la arbitrariedad. “No solamente de pan vive el hombre.” La libertad no es un lujo burgués, ni una majadería pequeño burguesa de cafetín; la libertad en el grado que sea y bajo el entendimiento que sea, es una necesidad vital del ser humano. Porque no otra cosa puede explicar que Nicaragua, siendo la nación más segura de América Central y pujante en su crecimiento económico, haya visto un oleaje gigante de manifestaciones multitudinarias y una franca insurrección juvenil, que exige libertad, justicia y la salida del poder del presidente Ortega.
La concentración y el despliegue excesivo de poder, con un parlamento, un poder judicial y un poder electoral copados por el oficialismo, no podía durar para siempre, hasta que la justa protesta de los pensionados encendió la protesta contra los muchos años de abuso. El gobierno respondió sangrientamente con la represión y el pueblo profundizó su rebeldía. La triada gobierno-empresarios-sindicatos, y agrego a la iglesia, se alteró y descompuso, con lo que el pacto social de gobernabilidad se hizo trizas. Ortega debe irse. El tiempo de él en el poder terminó porque con los asesinatos de civiles desarmados, la ruptura democrática es a todas luces evidente y la deslegitimación del Presidente patente.
El presidente Ortega lució exteriormente impávido ese 19 de mayo, frente a los estudiantes, la sociedad civil y la iglesia. Lució contenido, yo digo que absorto en sus llamas internas, buscando atónito el equilibrio que le facilitó su omnipresencia en la escena política y económica. Ortega se enamoró del poder, le agradó su lascivia, y dejó de escuchar al reloj que marca los tiempos. No supo descifrar que después del verano, llega repentino el otoño; porque es ley de la vida que la hoja marchita y el árbol deshojado se despidan de lo que fueron, que quedan desnudos para entregarse al invierno. Como las olas del mar que vuelven, así vuelve la primavera, en ese largo canto universal de la libertad y la justicia. Nadie, pero nadie sin excepción, se imaginó la presente insurrección. Dice la canción: “Porque saben que aun pequeños somos juntos un volcán”. La rebeldía, la insurrección, es ley de la historia, viene como las lluvias de mayo, viene como el trino de los pajarillos celestes y de pecho blanco, aupados por el verdor de las Segovias.
Quizá ese 19 de mayo, apenas un día después del natalicio del general Sandino, el presidente Ortega tuvo la última oportunidad para conciliar una salida decente a la crisis; su orgullo no se lo permitió, ni su inflado ego ni su prepotencia, ni sus desvarios de inmortalidad. Quizá ese 19 de mayo, el presidente Ortega pudo haberle dicho al joven Lesther Alemán que daba la orden de cesar toda la represión, que investigaría lo sucedido y que pondría a los responsables a la orden de los tribunales de justicia. Pero no. Al presidente Ortega le pesa muchísimo la humildad, como si fuera un fardo imposible de cargar, como si la humildad fuera la más empinada de las cumbres y la mansedumbre la quijotada más espantosa. El presidente Ortega no entendió, al final de su jornada existencial, que la justicia se construye de norte a sur con las verdades de todos, sin exclusiones, con los pedacitos de vida que somos y con los frescos aromas de las aspiraciones que nacen y que se vuelven selva. Sin con los años todos envejecemos, hay quienes envejecen doble y hasta triple; son quienes desde el poder, como el presidente Ortega, defienden y se aferran a la polilla del poder.
Al escribir estas palabras, el número de muertos asciende a 137 en apenas 54 días de resistencia cívica. El presidente Ortega se encuentra cercado y aislado en Managua, le quedan reservas monetarias, las turbas y el fuego de la policía para tratar de detener la insurrección. El presidente Ortega dice que no se va, que no se va corrido y que está dispuesto a entregar la banda presidencial en elecciones adelantadas. Lamentablemente, con sus actos, el espacio de su deseo se achica más y más, mientras se sigan amontonando los muertos, los heridos, y mientras la indignación del pueblo siga creciendo como la espuma de las bravas olas del océano.
Yo me admiro ante la calidad cívica y pacífica del pueblo nicaragüense, de sus autoconvocados, que si bien han alzado barricadas como en 1979, lo han hecho para presionar la salida del autócrata y de su esposa, la “compañera” Rosario, y para defenderse de los grupos paramilitares del gobierno. La moral revolucionaria demanda honradez y cultura política, demanda un absoluto respeto por la propiedad ajena, y demanda un rechazo absoluto de los saqueadores, de los delincuentes comunes, y de los sinvergüenzas que sacan provecho de la conmoción. El pueblo autoconvocado y organizado, está aprendiendo a velar por la seguridad de la ciudadanía. Los disparos continuos de motorizados, con Akas y escopetas, obligan a las poblaciones a levantar barricadas y a velar por la seguridad común. Los jóvenes deben mantener la ética en alto, los estudiantes han entendido que la lucha es cívica y no violenta, que el objetivo es construir un nuevo esquema democrático que de paso a un reacomodo, a un pacto social inédito.
Nicaragua no será Siria, ni otra Libia, ni otra Venezuela. La paz es el estandarte de esta revolución, que no ha sido la consigna del FSLN del presidente Ortega. No se trata de exterminar al orteguismo, ni de perseguir la FSLN; se trata de buscar una salida política a la ingobernabilidad que pasa por la renuncia del presidente Ortega.
Las barricadas o las trancas, al menos ahora unas 80 activas en todo el país, han servido para neutralizar la contraofensiva militar del orteguismo en detrimento de la gente. La insurrección debe continuar cívica y pacífica, respetuosa de los derechos humanos de los orteguistas y de su tienda política. Si la Revolución Popular Sandinista fue la primera insurgencia armada triunfante en América Latina, sin contar a Cuba en el Caribe, la insurrección de ahora promete ser la primera victoriosa y no armada en el continente americano.
La guerra debe de evitarse a toda costa; la palabra guerra debe sepultarse del vocabulario de todo revolucionario y de todo patriota que se precie de su amor por Nicaragua. Esta lucha, con todo y sus repugnantes muertes, con todo y sus heridos, con todo y el llanto de sus enlutadas madres, tiene y seguirá teniendo como estrategia la paz, y la no violencia activa y militante; ningún porvenir se construye con odios y deseos de venganza. No pidamos menos que la salida del presidente Ortega, y mantenga la oposición una beligerante cordura, una ética insobornable, para no dejarse tentar por la violencia y el revanchismo, ni por bajos instintos de venganza. ¡Incitar a la guerra es hacerle el juego a Daniel Ortega!
El tiempo pasa y casi sin darse cuenta uno, los recuerdos se vuelven canosos y lo que una vez fue intensidad, hoy es el calmo repaso de una laguna tranquila. 18 años tuve cuando fui a la casa en Corinto de una de mis tías maternas, Soledad Parrales, conocida como dona Chola, que vivió cruzando la calle, al frente, de la Primera Iglesia Bautista. Tía Chola, una fornida chelita de ojos claros, semblante agudo y robusto, comerciante de toda una vida, iba a Costa Rica a comprar productos para su librería, que incluía además de lápices y libros, el famoso Zepol. Ella nos traía los chicharrones tostados, la concha, que yo ávido devoraba.
Corría el año de 1980, la Revolución olía a fresca y su simiente se esparcía con las maravillosas jornadas de alfabetización. La iglesia bautista de enfrente, en parte fue construido gracias al generoso aporte de mi bisabuela, quien donó el solar. Eran días de euforia revolucionaria, y la iglesia bautista donde mi tía era tesorera, no fue ajena al tono revolucionario de los tiempos. Por todas partes en la iglesia habían alusiones al Cristo obrero, al Cristo campesino y hasta para el Cristo guerrillero. Hermosos murales incitaban a la imaginación de los jóvenes bautistas. Yo me empape de dicho sentimiento cristiano, de la pulcritud moral del sacrificio, del porvenir hecho verbo y de sentir como si tuviera una mariposa enamorada en mi mano, que las aguas de libertad correrían por los entresijos del manantial centroamericano.

Hoy, ahora mismo, se reeditan los ecos de la insurrección del 79. No solamente porque el espíritu sandinista de entonces ha sido traicionado por completo, incluyendo el componente teológico liberador frente a la opresión, sino también porque todo el poder de la dictadura se ha abalanzado, rencoroso y déspota, en contra de una población desarmada y sedienta de justicia, que ya ha ofrendado más de 160 víctimas en poco tiempo. Los actos de la pareja presidencial son criminales y es cristiano estar del lado de los oprimidos, de los humillados y asesinados, para que la sangre de ellos no sea en vano, ni vano haya sido el llanto de las madres. Probablemente, si el mártir católico, padre Gaspar García Laviana, viviera ahora, diría, “¡tranque y barricada!,” es la consigna.

https://www.elpais.cr/2018/06/11/tranque-y-barricada-es-la-consigna/

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