sábado, 13 de enero de 2018

DIOS Y LA NOCIÓN DE PERSONA

El Génesis nos dice que Dios creó al Hombre a su “imagen y semejanza”. No somos dioses ni pequeños dioses sino que participamos hasta cierto punto, de manera limitada, de su genética divina. El único presupuesto biológico es nacer. Lo que de Él hay en nosotros es una inherente dignidad que es irrenunciable y que ningún pecado nos puede arrebatar, es decir, somos dignos a pesar de cualquier otra consideración. Es esta dignidad la que nos hace persona. Nadie es más persona que otra persona.
Dios nos creó como textos vivientes, con el don de palabra y el testimonio y en ello reside nuestra libertad fundamental. Dios nos creó, entre otras cosas, para ser los sujetos de la historia en este planeta. El ser humano es una persona política porque por su naturaleza cerebral puede incidir con su pensamiento inteligente -para bien o para mal- en la complejidad de las relaciones sociales. Somos con Dios los escritores de nuestra propia historia, una historia que pone en evidencia nuestra compleja y conflictiva relación con el propio Creador, con el prójimo y con uno mismo.
Somos políticos a la hora de externar una opinión sobre los asuntos públicos y sobre los personales que a otros conciernan o puedan concernir. Con Dios nos une no una razón cualquiera sino una fina y compleja que nos permite distinguir entre el bien y el mal, entre los derechos y los deberes, entre la responsabilidad y la irresponsabilidad. Con ello se puede conocer que es malo discriminar a un ser humano por el color de su piel, por ser mujer o por ser de orientación sexual minoritaria. Igualmente nos es dable conocer el bien y celebrar con Dios su creación multicolor.
En Dios todo es lícito mientras la conducta no interfiera o menoscabe la dignidad de otra persona. En Dios la diversidad es vida, canto y júbilo. Dios es el creador de la diversidad y de la plural naturaleza en su conjunto. Dios nos ama a todos porque somos personas. Y así como El nos ama así debemos amar al prójimo y ser con Dios partícipes de esta dignidad común a toda la familia humana.
No es aventurado privilegiar en una sola realidad la disyuntiva entre “el más allá y el más acá”, por decirlo de alguna forma, convencido de que la razón de Dios se ha infiltrado en nuestra piel poco a poco, a cuenta gotas, desde la perspectiva corta de una existencia individual finita. En todo caso, son confesiones divinas que en una sucesiva e incontable estela de revelaciones caen como luciérnagas en la grama de su estelar Creación.
Hemos sido y somos los arquitectos de nuestra propia historia y en dicho caminar, poco a poco, vamos develando los paréntesis históricos de lo que significa ser persona. Es en la arena política donde luchamos por hacer valer esa dignidad inherente que Dios nos confirió. La historia es nuestro escenario y el lugar donde Dios se manifiesta. El cristiano se obliga en darle contenido a conceptos normativos positivos para poder desarrollar correctamente en la ley humana la noción divina de persona, cuyas normas procederán del cuerpo jurídico universal de los derechos humanos y que se caracterizan por su universalidad, inalienabilidad, irrenunciabilidad, imprescriptibilidad e indivisibilidad.
En en centro de todo lo dicho se encontrará el faro de todos los mares: la inherente dignidad conferida por el Creador a todos los seres humanos. La lucha del humano por lo siglos ha sido un esfuerzo sin fin por hacer resplandecer esta dignidad. La última página de esta trabajosa faena, la mayor odisea de la humanidad, se escribirá con nuestra liberación definitiva del pérfido yugo de la ignorancia y de la explotación del hombre por el hombre. Cuando ello ocurra se habrá cumplido el plan de Dios en cuanto a todo lo que nos fue revelado. Y la nueva tierra será la tierra de todos.




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