lunes, 15 de abril de 2019

El político como abusador moral


El abuso del poder político nace en del poder,en particular el poder político, puede poner de relieve lo mejor o lopeorde nosotros. En el último caso, el poder puede distorsionar la percepción de la realidad común y silvestre al punto de no reconocerse uno frente al espejo de la honestidad. Cuando ello ocurre los fines de todo se justifican ante todos.  El deshonesto llega a imaginar que hace muy bien y espera del congénere gratitudes multipElicadas. No se de algún tirano, dictador, o, de un simple político, que haya convocado a las masas para confesarles desde un balcón “he sido feo, he sido cruel, he sido injusto, he sido ignorante, y les suplicó el mayor de los perdones”.   momento en que una persona indispone su psiquis a admitir errores y abusos en privado y en público. 

El diputado Avendaño y el excandidato Alvarado, ácidamente divididos como se sabe, han sido incapaces de confesar una sola falta -ni material ni moral-, dando a entender ambos que el espíritu santo lo dividieron en dos, cada parte con su respectiva espada de pureza e imaginando que la del filo más luminoso señalaría la luz verdadera, algo así como en La Guerra de las Galaxias. Pero usted y yo sabemos que entre los simples mortales (sean o no siervos del Señor) la luz no alcanza ni a medias para tanta arrogancia.
Solamente hay una apuesta segura: que los dos erraron, mucho o poquito, pero erraron. Y es que es más que sospechoso el manejo de los fondos públicos relativos a la pasada campaña electoral, con cuentas paralelas, recaudaciones indebidas, aparentes falsedades y secretismos de dudosa estirpe, que mínimo nos llevan a cuestionar el manejo ético del negocio electoral,  que no por ser un negocio éste deba entenderse como falto de regulaciones. En otras palabras, el principio de legalidad no es ajeno al tema. Pero las partes parecen entrampadas entre recriminaciones mutuas y nuevas alegaciones.
Esta negación de uno mismo tiene un matiz trágico, pues lo indebido y abusivo se convierte en un grito supremo de autoconmiseración, dispuesto a encontrar todas las excusas y “razones” para darle crédito a lo indefendible. El abusador se victimiza y su propia trampa se convierte en un nido de conspiraciones e injusticias imaginadas en su contra.
El universo conspiró diría  él o diría ella, y en su mente lo impropio cometido nunca existió,  porque ha elaborado la falsedad de creerse el centro impoluto y privilegiado de ese mismo universo adverso.
El corrupto no solamente puede perder una objetividad mínima requerida a todo ser humano, sino que se vuelve activamente en contra de la misma, algunas veces creyendo sus propias mentiras y otras veces persiguiéndolas con plena intención. Entonces, el umbral de la honestidad se transforma completamente en un destrozo amorfo y hace inviable todo proyecto de integridad personal.
La integridad es la puesta en práctica de la honestidad, con plena intención, sinceridad y hasta donde llegue pues toda perfección nos es imposible. La integridad significa enmendar lo que necesite ser cambiado para bien; es el paso que va desde la íntima matráfula al arrebato sincero y público. Pero ello ocurre pocas veces y casi no hay funcionario público que se atreva hacerlo.
Cuando no hay honestidad ni integridad el camino siempre posible de la redención personal se vuelve arduo y cuesta arriba. El mucho poder y mal usado, conlleva figuradamente una sentencia de muerte de la que es difícil escapar, destino que es común a todas las irredentas y frecuentes corruptelas.  Admitirse equivocado o saber pedir perdón en lo público y lo privado es, por así decirlo, un don en extinción, en realidad casi extinto.

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