lunes, 4 de marzo de 2019

La urgente duda

Si hay algo que debe ser lo más natural entre todos los ciudadanos, es la de ser críticos de los poderes públicos instituidos.  Esta virtud que debería vivirse como el acto de respirar, así tan natural, me trae no pocas desavenencias con mis congéneres de la izquierda, o con los de la derecha, hoy fascinados con esa estafa imperialista que se llama Guaidó, porque antes que nada yo soy “perista”, adjetivo último que denota, primero, una lealtad a mi mismo, una confianza decente en mis falibles criterios, y, segundo, porque aupa una intención honesta y deliberada para conocer la mucha o poca verdad de tanta cosa que aparece y desaparece en la vida.

No es broma: es cuestión de afincar los ojos en el firmamento para darse uno cuenta que la incertidumbre reina, y que su frío nos hace temblar, que queremos correr, con la frecuente tentación de querer abrigar con lo absurdo las almas nuestras y las desnudeces nuestras frente a tantos horrores, cubriendolas a ellas con las lanas “impolutas” de la obediencia ciega; porque para que hayan justos y buenos propósitos en la mente, no hay otra vía que la de cultivar la desobediencia, seguir el acto de insubordinar la conciencia. Con frecuencia no atinamos en los blancos, pero ello no anula que la insurrección permanente sea el camino del humano valiente. Atino en no ser el “yes man” de Trump ni la alfombra roja del presidente Maduro.

Entre las mayores responsabilidades de la “vida cortés” existe una que demanda método y un noble propósito: la de dudar, la de dudar cuanto sea necesario. Creo yo que mi fe cristiana es fuerte porque pude dudar de ella, porque alguna vez me pregunté “y si todo en lo que creo no es verdad”; “y si la obra del Maestro no fue otra cosa que la belleza de su imaginación”.

La duda, bien usada, disipa nubes y brumas inoportunas. Lo mejor: ella señala los caminos sobre los que, quizá, eventualmente, vuelvas a dudar. Claro está que existen situaciones en las que uno no puede ni debe dudar, sobre todo de aquellas que son muy prácticas, relacionadas estas con la hospitalidad, la urbanidad y el respeto al prójimo. Es importante no confundir la duda con los celos patológicos y los delirios paranoicos. No se vale perseguir “fantasmas” que no ofrecen nunca indicios de realidad. En cambio, la duda racional es  uno de los materiales privilegiados con el que se construyen sólidas convicciones. No por nada, Spinoza, el filósofo judío, es uno de mis “santos”.

Ahora mismo las masas del mundo occidental están sumidas como espectadoras en un circo romano, pidiendo sangre aunque los consuma la lava, aunque Marte los aprisione y los degüelle ante el altar de la mismísima muerte. A decir verdad, empero, la masa venezolana se mantiene “quieta” al abrigo de una bruma de incertidumbre, cautela y desconfianza a todo y hacia todos. Después de todo son los sacrificados. ¡Viva la duda!

No cabe duda que las redes sociales se han vuelto un estercolero de sandeces que imploran bautismos de odio, donde los hinchas de Guaidó son los más fanáticos por encontrarse a la ofensiva con el lujo de tener a la red mediática internacional y al cíclope de Washington a su favor; por otra parte, los hinchas que apoyan al presidente Nicolás Maduro -volcados a la defensiva- sufren un diluvio de brasas inacabable e inédito en la historia reciente, y más parecen tener en sus rostros un pacifismo resignado, cercano a la inocencia, con el que no se come ni se obra milagros.

En medio de dicho fragor, el bando activamente pacifista y racional, como el que a lo interno representan los venezolanos de la Alianza por el Referéndum Consultivo y, en el campo diplomático,  las posturas de México y Uruguay, y ahora la de Costa Rica dentro del Grupo de Lima, permanecen largamente ignoradas hasta el momento. No hay duda que cuando el odio y la ira reinan, la política se vuelve pestilente, y es ahí, inmerso en dicho mortífero sopor, donde nacen las orgiásticas homicidas más espantosas.

En Venezuela los muertos de toda esta zozobra que lleva años han caído en vano; hoy pocos los recuerdan y pronto entrarán al infértil panteón de los olvidados que la molienda del destino no perdona. Lo mismo pasará con los próximos. No existe ninguna razón lúcida para que la vida de un joven sea segada en su aurora, ni razón válida para ofrecer en sacrificio un sinfín de vidas a los oligarcas del color político que sean.

Los pueblos no deben fiarse de las cúpulas, menos de las arrogantes y todopoderosas, que incitan a la inmolación, al sacrificio colectivo y al suicidio moral y físico. No es al pueblo -menos a sus jóvenes- a quienes toca ejecutar el hórrido oficio de morir por nada, ni toca al pueblo el alarde de la “gloria” sepulcral antes de exhalar un viva a sus verdugos.

Yo pienso, cuando analizo estas tragedias, en el ser humano de carne y hueso, en el ser humano limitado por las circunstancias y el tiempo, en el ser humano que nace una vez y cuya existencia siempre es corta, porque morir sin gracia por un puñado de consignas es un horror.  El ser humano común vive de su trabajo, de su industriosa labor, y no de las consignas, sean las del enjuto diputado Guaidó, sean las del veterano presidente Maduro. Por eso digo que el pueblo debe ser el protector de sí mismo, el protector de su cuerpo físico y mental, asunto que se traduce en un legítimo y egoísmo frente al poder y la manipulación, y en un sano egoísmo frente a la verborrea de quien vive en lujos y exige sacrificios. La solidaridad, la ternura y el desapego son virtudes de otra geografía emocional, de otra geografía social que no entiende ni vive de conciliábulos rastreros como los que se exhiben con frecuencia en este conflicto.  Aquí, entonces, la duda urge.

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