viernes, 28 de septiembre de 2018

¿Cómo fue que se perdió la huelga?

Lo que voy a decir es una reflexión fría, desapasionada, que no tiene otro motivo que llamarle piedra a la piedra y sal a la sal.
La gran debilidad de esta huelga es que no apostó por lo político sino por la fuerza. Únicamente lo hizo por las vías de hecho. No privilegió el análisis político ni midió los riesgos políticos. La huelga empezó sin ser un problema político y se concibió como un rompecabezas logístico.
La pregunta fue una: ¿como inmovilizar al gobierno con un despliegue relámpago, uniforme, motivado y hercúleo de los servidores del sector público?  La logística lo cubrió todo en total demérito de la política y la razón. La burocracia gremial quiso ganar por nocaut técnico en los primeros asaltos. El gobierno se guareció contra las cuerdas. La dirigencia sindical lanzó la artillería pesada y la caballería al poco del primer estruendo de batalla, en un desgaste sin mucho sentido en contra del Ejecutivo y sin martillar al Legislativo.  Gran error porque la cancha y la bola siempre estuvieron en el parlamento. El gobierno siempre lo supo y de ahí se salió lo estrictamente necesario, que la verdad, fue muy poco. Carlos Alvarado no se desgastó y no tuvo bajas que lamentar. Su popularidad decayó, es cierto, pero es un precio muy bajo, a la escala de molestia, que un Presidente honesto paga para erguirse como estadista y no como un vulgar demagogo.
Lo otro, para perder esta huelga, es que los sindicatos ignoraron la personalidad del Presidente.  Ignoraron su juventud, su ecuanimidad, su energía, su don de mando y su entereza moral. Olvidaron que es hombre de propias y pulidas convicciones, ellas sólidas, que en una balanza ética él tiene por sagradas. Ignorar esto de un general al que se combate es, no otra cosa, que fatal, una irresponsabilidad “bélica” en un campo de groserías donde el análisis cedió toda la grama a los impulsos de la fuerza arbitraria.   
Porque cuando uno quiere derrotar a un enemigo bien se hace si se miden las virtudes y los defectos para dibujar el perfil del combatido. El sindicalismo quiso jugar al general Wellington pero como Napoleón cayó abatido en su propio Waterloo.  El enemigo a vencer no era solamente el Ejecutivo, sino primariamente el Legislativo y en alguna medida también Judicial.
En otras palabras: la bronca era con el Estado. Don Albino, el gran general de su Waterloo, nunca lo vio así.  Ni vio pasar siquiera la insinuación. En su soberbia don Albino leyó pésimo la coyuntura e hizo suya la franquicia de la fuerza bruta o arbitraria, arrastrando tras ella a muchos dirigentes sindicales honestos y a parte de un pueblo que merece un mejor destino que no sea el de sorber una ácida derrota.
El Presidente ha estado aguantando en su esquina pero tejiendo las alianzas legislativas, persistente, colocando en su justa medida la barahúnda y evitando las provocaciones. El Presidente no perdió el tiempo y concentró su pegada donde se debe infligir: en la Asamblea Legislativa. Y eso es lo que ahora vemos que se tramita en el plenario del Parlamento. Si  la huelga persiste en seguir siendo una huelga en contra de Carlos Alvarado, seguirá gastando pólvora en zopilotes.
Hoy la presión la tienen los dirigentes sindicales. La curva descendente del entusiasmo ya empezó a pronunciarse y ya navegan ellos contrarreloj.  De hecho lo que ahora negocia la dirigencia gremial es su rendición. Pero no una rendición cualquiera. La rendición buscada es una que parezca una victoria. Una rendición que no huela a derrota y humillación. Una rendición que no aliente en su contra el descontento ni la sublevación entre las bases sindicalizadas, y una rendición que no ponga en peligro la hegemonía de una burocracia parásita que se alimenta de la organización sindical y de sus relaciones de poder con el propio Estado.
La estrategia del nocaut técnico tenía sentido en el escenario de una huelga general que nunca se dio. La burocracia sindical la simuló con los bloqueos, y paralizando algunos servicios en el sector público donde destacan los de la Caja y los del Magisterio Nacional. El camino para triunfar era uno: una huelga general contra el Estado cuya plaza a tomar  era la Asamblea Legislativa y no Zapote.
Al no conseguirse la huelga nacional, la huelga en el sector público tenía que parecer nacional, tenía que parecer malcriada y tenía que parecer muy poderosa.  El bloqueo de las vías públicas, las marchas multitudinarias, la interrupción en la distribución de gasolina y el paro servicios fundamentales en el sector público, tuvieron el doble objetivo de intimidar al Gobierno y de darle a los huelguistas (y simpatizantes) un falso horizonte de océano. Solo lo segundo se cumplió. El tiempo no perdonó  y la estrategia se derrumbó.

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