domingo, 9 de septiembre de 2018

Carlos, la huelga y el lenguaje democrático

Hoy asistimos, en nuestra patria, a una guerra declarada en contra del lenguaje, de la palabra misma, que es decir de la inteligencia y de nuestro mejor “yo” colectivo.
Verdad es  que dicha guerra ha impedido una claridad pública, indispensable, frente al debate de la reforma fiscal. Conviene exponer algunos presupuestos que sobre el tema se vinculan entre sí y que se asumen desde la filosofía política.
Elegir de presidente a Carlos Alvarado resultó en una RESISTENCIA urgente frente al extremismo antidemocrático de los restauradores, resistencia que no debe interpretarse como un cheque en blanco en favor del novel gobernante.
Quienes apoyamos a Carlos Alvarado debemos ser, ahora, los celosos fiscalizadores de su obra en marcha y de sus convenciones discursivas.
Dichosamente, en todo caso, el corazón de la democracia tica se salvó, pero dejando los pelos en el alambre.
Ahora el cataclismo inmediato es otro: jugar a la ruleta rusa con la debacle fiscal. Se sabe que no hay chocolate sin cacao, y que el chocolate ha de ingerirse con ciencia. La borrachera del cacao se terminó.
El sobresalto eleccionario, el último, dejó una Asamblea Legislativa muy fragmentada, poco brillante, y con una representación de gobierno en extremo minoritaria.
Carlos Alvarado gobierna con una cuota muy disminuida de poder, con una cuota de poder que le complica sus iniciativas legislativas y que obliga al malabarismo y al pragmatismo. Así lo decidió el elector, fue la voluntad del soberano.
La democracia no es el reino de los cielos, sino un campo abierto de posibilidades, en constante conmoción y redefinición, originalmente inspirada en el liberalismo político. He recordado.
La democracia no es la justicia social, sino tan solo su antecedente. La democracia es la posibilidad de la libertad, la posibilidad de la justicia social y la de cualquier otra justicia. Si los trabajadores del mundo exhiben logros, muchos o pocos, ellos nacieron desde la libertad para la libertad. Nacieron en el itinerario de la democracia.
Hoy, ahora, con los nuevos aires de resistencia -después de superado el trepidante susto electoral- hay que volver a convocar voluntades para reinventar la palabra y su abecedario democrático.
No hay democracia sin discurso democrático. Sin abecedarios nadie escribe. Y sin un texto nadie lee, nadie interpreta. Y las patrias se hunden. Y las patrias se van. Los sueños se destiñen y huyen de la famélica palabra. Algunos nunca volverán.
Sin un discurso común, democrático, la inteligencia se exila y los desencuentros se expanden, como epidemia en casa propia.
La renovación de los lenguajes plurales se convierte, entonces, en una urgente necesidad nacional. Quizá, en su primera necesidad, la más estratégica. Pues su impacto se mide en generaciones, y en términos de su alfabetización democrática.
No es que no podamos hablar en lenguas angelicales; el problema es que los asuntos públicos de hoy carecen de un idioma común, -en intención y significado-  uno que todos podamos entender, con la idea de poder resolver los apremios políticos, culturales y económicos de la nación.
Sin un idioma político afinado y común, es casi imposible proponer y ser entendido bajo las luces de un reflector inteligente y gentil.
Urge lo más urgente: un lenguaje común que permita negociaciones políticas racionales, diálogos inteligentes, en aras del bien común. Porque urge mucho, muchísimo,  solucionar ahora tanta cosa pública, pero sobre todo, la agonía fiscal.
¿Por qué así lo digo? Simplemente porque pensar, dialogar y hasta resolver los múltiples desafíos de las comunidades, requiere todo de discursos o convenciones discursivas mínimamente lógicas, mínimamente racionales y mínimamente coherentes.
Cuando ello falla, la coherencia, como virtud del pensamiento, se vuelve indigente.
La coherencia, así referida, es coherencia lúcida e informada, es coherencia equilibrada y distante de la superchería, es la palabra requerida, la palabra urgente, pues ella es la columna vertebral del discurso democrático y de sus aspiraciones libertarias.
En este caso, la incoherencia es el rostro de la banalidad, es el rostro de la ineficiencia, y sin duda, la entrada de una puerta ancha que conduce a la corrupción.
No son palabras bonitas. Se trata de encontrar un método comunicacional que permita solventar los problemas, los nudos, que la concretud  presente, como la malignidad de la crisis fiscal.
Sin coherencia, el animal político no podrá parir el porvenir.
Otra vez: ¿por qué así lo digo? Porque no es únicamente la pobreza material lo que aflige al país, sino  que también lo aflige una cierta miseria verbal, junto a una crónica desnutrición de la razón.
No me arrepiento, ni jamás me voy a arrepentir, de haber contribuido modestamente a la victoria electoral del presidente Alvarado. La libertad tiene sus prioridades y el pueblo demócrata sus obligaciones.
Pero el presidente Alvarado se encuentra conminado a ejercitar la gramática del demócrata y a traducir los lamentos del pueblo.
Se ha fallado en el mensaje justificante del plan fiscal. Existe una desorientación masiva innecesaria y una carencia de “pedagogía” de parte del gobierno.
El pueblo no es experto en teoría tributaria, pero sí es sobradamente conocedor “del peso más, del peso menos.” El pueblo sufre y no es metáfora. Cuando la comida y la vivienda suben de precio, tanto como los precios del transporte y la medicina, el pueblo sufre. Se entristece más de la cuenta. Su esperanza se fatiga. Se enoja.
Yo recuerdo -cuando mis tiempos fueron las edades de las vacas flacas- cuando alguna vez por falta de una moneda no tomé el bus que me llevaría a la ciudad, porque la escasez era la norma; siempre mirando al suelo, buscando dicha moneda en la polvorienta vereda de una finca. Uno nunca perdía la fe de encontrarla, la moneda, antes de la aparición del transporte y uno deseando que llegara tarde.
Para el pueblo modesto no existe impuesto pequeño.
El Presidente de la República debe ser el primero en decirlo, en reconocerlo, con una actitud de empatía hacia los que menos tienen, porque no son menos personas que los ciudadanos que tienen mucho, o, menos gente, frente a quienes, simplemente, tienen más.
Al pueblo humilde ha de tratarse con el mayor decoro. Con frecuencia los gobiernos lo olvidan, porque la conversa con los profesionales y los grandes burgueses encandilan los pasillos de la agenda.
No. Sean los vulnerables, los desposeídos, los ojos del gobernante. Gobernar se debe con la razón y el corazón. Ello es el canto general de un buen gobierno.
Pero los cantos de la presidencia deben ser divulgados y explicados, dialogados y rectificados, en el mejor de los lenguajes: el inteligible. Sin él, la justicia multiplica su lentitud y la libertad se sofoca con temperaturas abusivas. Al finalizar la jornada, el ingenuo exclamará y preguntará: “pero por Dios, ¿de dónde salió el estallido social?” La pregunta  llegó tarde.
¿Qué otra cosa puede sentir el pueblo cuando oye que la canasta básica podría ser gravada? Porque para las mayorías la palabra “impuesto” es sinónima de “machetazo”. Y la palabra “gobierno” es sinónima de “corrupción”. ¿Le explicó bien al país, el presidente Alvarado, en qué ganan y en qué pierden los humildes?
Porque al pobre le gusta ganar, no le gusta perder, quiere consumir y no quiere sufrir. Prácticamente, en ese sentido, el discurso del pobre se asemeja al del rico o al de un clase media. Igual, ello debe respetarse y entenderse  dicho sentir en toda su dimensión política y emocional.
Nuestra democracia no es la democracia de una sola clase social; es una democracia policlasista, donde empresarios y trabajadores, estudiantes y vendedores ambulantes, empleados y desempleados, optan por convivir en paz y a la sombra de una economía capitalista.
Esa es la realidad que el pueblo acepta y defiende.
El pueblo  construye dicha realidad, en su texto, en franca pugna con los privilegios y el abuso del capital.
Yo sé, conozco, de las buenas y honestas intenciones del presidente Alvarado. Fácil se adivina que quiere ser un exitoso “gerente”. Fácil se adivina su deseo de sacar al país, con bien, de la presente crisis fiscal. Pero no es ocioso recordarle, si fuera el caso, que Costa Rica no es Amazon, ni Google, ni Walmart.
El país requiere de un presidente y no de un administrador. Si no, ¿para qué  la política?, ¿para qué la democracia?, ¿para qué la razón? ¿para qué el diálogo y la paz?
La patria no necesita de dichos capitalistas para plantar modelos de eficiencia en nuestros asuntos públicos. Porque ninguna transnacional nos va a enseñar cómo hacer patria. La patria policlasista se construye a través de un abecedario democrático común, inclusivo y racional.
Pedirle al pobre sacrificio es muy delicado, es un acto moral de traición si dicho acto carece de sólidos fundamentos y de justificaciones pertinentes. El presidente Alvarado lo sabe.
Cuando digo “pueblo” entiéndase los humildes y los pobres.
La patria la hacemos entre nosotros. El Ejecutivo explicándole bien al pueblo y a los diputados la intención y la técnica de la reforma tributaria. Y los legisladores actuando con responsabilidad, proponiendo luces para desentrabar el “debate”.
No me parece, en las actuales circunstancias, que el llamado a la huelga nacional traiga un beneficio. No trae ninguno. El sindicalismo que hoy demanda el país es uno que proponga soluciones a los problemas nacionales, de manera que coadyuve a la gobernabilidad democrática, laica y social de toda la comunidad.
A la cúpula sindical le asiste el derecho a la huelga, pero no le asiste la reverencia de la razón. No ahora. El pueblo no está claro, y se pregunta que si lo que defiende la alta burocracia gremial son los privilegios de unos pocos muy poderosos, que con sus gollerias gravitan en el sector público, o, si su quehacer es una pose demagógica para enhebrar a los más pobres a una tela de oscuros e inconfesables intereses.
La pregunta es válida:   ¿por qué defender el enganche salarial de los médicos?,  ¿por qué defender el goce de anualidades irracionales?, ¿por qué defender dedicaciones exclusivas inmerecidas, con pagas desiguales entre “iguales”? ¿Es justo que muchos miles, de los 26.800 funcionarios públicos, gocen de privilegios aberrantes?  ¿Es honrado decir que una burocracia sindical, que dice representar al 13% de la fuerza laboral, en el mejor de los casos, tenga el atrevimiento de proclamar como suya la representación del 83% restante que trabaja en el sector privado?
¿Hace bien la Asamblea Legislativa en proponer exonerar de impuestos a quienes pueden pagarlos, llamesen iglesias, cooperativas, zonas francas, salud privada, educación privada y otros?
No se vale defender parcelas sin proteger todo el territorio.
Con todo, no me parece inconveniente que el Presidente converse con la burocracia sindical, incluso en media huelga, aunque los jueces la declaren ilegal. Las procesiones hay que mirarlas de cerca y no de lejos; quizá hasta caminarlas, a paso medido y contado. Pero caminarlas.
Requerimos de convenciones discursivas mínimamente lógicas, mínimamente racionales y mínimamente coherentes, para resolver los múltiples desafíos que la nación encara, no solamente los del plan fiscal. Lo demás es voluntad patriótica.

https://www.elpais.cr/2018/09/09/carlos-la-huelga-y-el-lenguaje-democratico/

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